La Europa autodestructiva

El siglo XXI comenzó para Europa con la ilusión de un fortalecimiento político y económico a través de una unión cada vez más estrecha entre sus países. Hoy, la crítica situación de la Eurozona dibuja un paisaje muy distinto al esperado. En este punto, cuando la unión está causando más prob-lemas que beneficios, la posibilidad de una desintegración parcial parece preferible al inminente ca-os.

Se suponía que los mejores tiempos de Europa estarían por venir. No hace mucho se creía que “el sue-ño europeo” era la mejor “visión del futuro”.1 Europa estaba destinada a “regir el siglo XXI”2 tras crear “una forma de orga-nización humana completamente nueva”,3 algo que el mundo no había visto hasta entonces. Si Occidente – y la mayor parte del mundo – era norteamericano en el siglo XX, en el siglo XXI sería europeo. Pero no de un modo ordi-nario, anticuado, imperial, en el que se le dice al otro “mis valores son mejores que los tuyos”; sino de una forma abierta, reflexiva y autocrítica, en la que se le dice “tú eres tan bueno como yo o más”. Eu-ropa iba a gobernar el mundo por medio del ejemplo e iba a hacerlo con gentileza. El “poder blando” de Europa regiría al mundo sin que nadie se diera cuenta, pero de tal forma que todos salieran benefi-ciados. Sin embargo, todas estas suposiciones demostraron ser arrogantes: el cambio de fortuna de Europa es humillante, vergonzoso y, a lo mejor, irreversible.

¿Qué salió mal? ¿Cuándo? El momento más audaz de Europa ocurrió en algún punto entre 1989 y 1991. Durante ese corto período desapareció el comunismo en Europa central y oriental – desde Polo-nia, Hungría, Alemania Oriental y Checoslovaquia en 1989, hasta la Unión Soviética en 1991 –, y se dio el atrevido paso hacia la consolidación de una “unión cada vez más estrecha” en Europa occidental. Veinte años después, fallas significativas en la integración económica y política han forzado a los eu-ropeos a reconsiderar los cimientos de su proyecto.

Aunque se presentó en diferentes formas y tamaños, y tuvo numerosas causas por fuera de Europa (por ejemplo la crisis subprime en Estados Unidos), la crisis económica de 2010-2011 se ha manifes-tado también como una crisis de la democracia europea. La creación de una unión monetaria con una moneda común, el euro, es un proyecto que nació de los eventos de 1989-1990 por diversas razones, especialmente la necesidad de anclar la Alemania recién reunificada más firmemente a Europa. Así, la moneda común fue siempre más que un medio de intercambio transnacional; desde su concepción se esperaba que fuera el símbolo por excelencia de la unión de Europa. En lugar de lograr este objetivo, la crisis de la Eurozona ha fortalecido el recelo – si no la hostilidad – latente entre las naciones de la Unión Europea.

La aparente inexorabilidad de “una unión cada vez más estrecha”

No es posible separar la creación de la Unión Económica y Monetaria en 1992 de los eventos dramá-ticos que tuvieron lugar en 1989-1990. El prospecto de una Alemania reunificada muy poblada y po-derosa en el corazón de Europa llevó a sus socios europeos, especialmente a Francia, a buscar alterna-tivas para incluirla de una manera más segura en el continente. Tal fue uno de los raciocinios principa-les detrás de la moneda común. En pago por abandonar su amado marco alemán, uno de los grandes símbolos de la recuperación de Alemania Occidental durante la postguerra, los alemanes ganaron la confianza de sus socios europeos y el apoyo necesario para la rápida reunificación de su país.

Adicionalmente, se hicieron otras concesiones a la sensibilidad alemana: el nuevo euro sería tan fuerte y estable como el marco alemán y contaría con un Banco Central Europeo (BCE), con sede en Fráncfort, que se comprometería a mantener bajas las cifras de inflación. No obstante, a medida que la crisis de la deuda soberana se difundió por Europa en 2010 y 2011, fue evidente que ni la moneda ni el BCE habían cumplido dichas promesas. Las semillas de los problemas actuales de la Eurozona se plantaron mucho antes de la crisis con la violación recurrente de los criterios del Tratado de Maastricht (por parte de muchos países, incluida Alemania) y, lo que es más importante, con el intento de lograr la convergencia monetaria de diecisiete economías extremadamente distintas.

Sin embargo, el compromiso inquebrantable de las élites de la Unión Europea con la narrativa oficial de una “unión cada vez más estrecha” no les permite reconocer los errores del pasado, mucho menos evaluar todo el rango de opciones disponibles honesta y abiertamente. Así como cualquier evento favorable en la historia de la Europa de la postguerra debe estar ligado a la Unión Europea, los problemas relacionados con el proyecto de integración pueden contrarrestarse únicamente con mayor integración. Solo la Unión Europea puede guiar a los europeos por el “camino de civilización, progreso y prosperidad”, dice el preámbulo del Tratado Constitucional. Sin la Eurozona, “olvídense de Europa”, volvemos a las dinámicas de la política de poder de siglos pasados.4

El contragolpe nacionalista

En lugar de generar dudas entre los federalistas de la Unión Europea, la peor crisis económica que ha tenido Europa desde la postguerra ha fortalecido su fe en una unión cada vez más estrecha. Ulrich Beck escribió: “Si la Unión Europea no existiera, tendríamos que inventarla hoy… En lugar de ser un riesgo para la soberanía nacional al principio del siglo XXI, la Unión Europea la hace posible… la so-beranía agrupada de la Unión Europea es la única esperanza de todas las naciones y todos los ciuda-danos de vivir en libertad y paz”.5

Su argumento ha tenido eco entre otros destacados intelectuales alemanes como Habermas y Fis-cher, y entre líderes de la Unión Europea como Barroso, Trichet y Rompuy. Incluso los líderes nacio-nales se sumaron después de un retraso inicial. En agosto de 2011, la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy pidieron un gobierno económico para Europa, al menos para los diecisiete países de la Eurozona. Parece que avanzar en el camino hacia una Europa supranacional es la única estrategia que los líderes europeos, con excepción del primer ministro del Reino Unido, David Cameron, están dispuestos a contemplar. Ello implicaría un sistema de impuestos armonizado y un cuasi gobierno, al menos para asuntos económicos. Lo que estos planes no tienen en cuenta es la falta de apoyo del público frente a medidas que erosionen aún más la soberanía nacional. El control del presupuesto es quizá una de las prerrogativas más viejas de los gobiernos democráticos. Después de todo, el eslogan que inspiró la fundación de las democracias británica y estadounidense fue “Ningún impuesto sin representación”.

Es posible que el ideal de agrupar la soberanía resulte atractivo cuando las cosas van bien, pero cuando las naciones se enfrentan al prospecto aparentemente ineludible de una administración en de-clive, esta visión es irresponsable, incluso peligrosa. Hasta en Alemania los ciudadanos del común se oponen a una “Europa postnacional”. Y para los habitantes de la periferia del continente el concepto tiende a ser aun menos atractivo; muchos temen que la idea de una federación europea no sea más que una forma velada de dominación alemana. Acaso la imagen más perturbadora de las protestas en con-tra de las medidas de austeridad de 2011 en Grecia haya sido la bandera de la Unión Europea con una esvástica en el centro. Si bien este tipo de imágenes no fue tan abundante durante las manifestaciones, la retórica antialemana se ha vuelto más común que cuando Kaczynski rompió por primera vez el con-senso en cuanto a nunca mencionar la guerra, durante el debate previo al Tratado de Reforma en 2007. En el punto más crítico de las negociaciones que llevaron al primer paquete de rescate en 2010, el vi-ceprimer ministro griego, Theodoros Pangalos, dijo que “las crías de los nazis no tenían derecho a ex-pedir órdenes a los griegos”. Así mismo, el compositor popular Mikis Theodorakis se quejó de que “los griegos se estaban volviendo extranjeros en su propio país. Esto ni siquiera pasó durante la ocupa-ción nazi”.6

Lo que la crisis actual ha hecho evidente es que la moneda es siempre más que un instrumento téc-nico. Como dijo el escritor holandés Leon de Winter en 2010, mientras pedía la reintroducción de las monedas nacionales: “Los franceses solían contar con su elegante franco que tenía el aliento de una elegante brasserie en París, y los italianos con su lira que era tan fácil y seductora como Mas-troianni y Ekberg en La Dolce Vita de Fellini”.7 Seguramente la lira era más popular entre los turistas que entre los mismos italianos, especialmente después de la devaluación, pero los italianos podían vivir con ella; no los traumatizaban los interminables ceros en sus cuentas bancarias, podían vivir felices tanto con su moneda inestable como con su caótico sistema político.

Los alemanes son diferentes. En la imaginación del público alemán, el trauma de la inflación está ligado firmemente al ascenso de la Alemania nazi. Probablemente no haya otro país sobre la tierra en el que la gente piense que vivir con cifras bajas de inflación es un derecho constitucional. A mediados de 2011, la Corte Constitucional alemana reconoció las demandas según las cuales los intentos por recuperar la Eurozona iban en contra de derechos básicos consagrados en la Ley Fundamental alema-na, aun el derecho a la propiedad, que según los demandantes se vería comprometido si dichos intentos resultaban inflacionarios. En 2010-2011, incluso la opinión pública alemana comenzó a volcarse de forma decisiva en contra de Europa. El hecho de que los intereses alemanes y los europeos hayan es-tado en armonía la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX hace que el revés sea más significa-tivo, tal como observaron Ulrike Guérot y Mark Leonard:

Si bien los alemanes vieron alguna vez a la Unión Europea como la personificación de las virtudes alemanas de la postguerra, tales como rectitud fiscal, estabilidad y consenso, ahora la ven como una amenaza contra esas mismas virtudes. Mientras muchos europeos quieren que Alemania salve a Europa, muchos alemanes quieren ahora que los salven de Europa.8

La crisis de la Eurozona ha socavado los valores centrales del sistema político alemán contemporá-neo. El éxito de la democracia de Alemania Occidental durante la postguerra se atribuía a dos com-promisos: la raison d’être de Alemania Occidental era ser “buenos europeos” y demostrar su compromiso con el Rechtsstaat, el Estado de derecho. Hasta hace poco, estos objetivos iban mano a mano. Alemania ha demostrado ser un socio confiable en una Unión Europea que era exitosa precisamente porque funcionaba como un gobierno supranacional basado en reglas. No obstante, la crisis ha cambiado estos parámetros básicos. Las estrategias para preservar la Eurozona han transgre-dido normas adoptadas previamente, como la cláusula antirrescates del Tratado de Maastricht, y se ha puesto en riesgo la independencia del Banco Central Europeo. El compromiso de Alemania con las reglas parece estrellarse con su compromiso hacia Europa. Para minimizar esta tensión, las élites polí-ticas de Alemania y Europa hablan de la necesidad de más solidaridad transnacional.

Pero la solidaridad tiene sus límites. Para que el principio de solidaridad funcione en un gobierno democrático, la gente debe sentir que sus contribuciones irán a parar a donde más se requieren. Para que esto ocurra, es necesaria una administración pública transparente y eficiente, apoyada en un espí-ritu cívico bien desarrollado. Este tipo de democracias se encuentra más fácilmente en algunos lugares que en otros. Idealmente, se tendría el capital social de Suecia combinado con la eficiencia de la buro-cracia alemana. Pero Grecia no es ni Suecia ni Alemania, y ningún tipo de gobierno europeo transna-cional va a hacer que los griegos se vuelvan suecos con ética de trabajo protestante que pagan impues-tos con gusto y respetan las instituciones estatales. Los griegos han tenido y continúan teniendo buenas razones para no confiar en el Estado.

Sin embargo los clichés nacionales tienen límites. Por estos días, ni siquiera los alemanes son tan ahorrativos como esperarían los europeos del sur. Para hacerse una idea del nefasto estado de las fi-nanzas públicas en Europa, basta decir que la economía de Alemania, cuya deuda pública es mayor al 80% de su pib, se considera en buen estado. Paradójicamente, uno de los mejores desempeños de la Eurozona, en términos de sus resultados macroeconómicos y su relativamente bajo nivel de deuda so-berana – un poco más del 40% en 2010 – , lo tiene un país que no es conocido por altos niveles de capital social o confianza en las instituciones estatales: Eslovaquia. Por medio de ensayo y error, los eslovacos fueron capaces de crear un modelo político y económico que funciona para su país y que tiene como centro un impuesto fijo bajo – del 19% – para todos los actores económicos, incluyendo a los empleados individuales. En este momento no es pertinente discutir si se trata de un sistema justo o deficiente; fue creado a través de un proceso democrático – independientemente de cuán desastroso haya sido – y por lo tanto es considerado legítimo.

Lo que los eslovacos encuentran difícil de aceptar es la necesidad de contribuir financieramente a los intentos de rescate de la Eurozona. Desde su punto de vista, las discusiones acerca de una solidari-dad paneuropea suenan superficiales cuando se le pide a una de las naciones más pobres de la Unión Europea que ayude a sacar de apuros a una de las más ricas. A los contribuyentes eslovacos, quienes tienen uno de los ingresos promedio más bajos de la Eurozona, se les pide que subsidien a los irlande-ses, cuyo ingreso promedio sigue siendo más alto que el de los alemanes. Y con uno de los Estados de bienestar menos generosos, se les pide que subsidien al pretencioso Estado griego. En agosto de 2010, el gobierno eslovaco recién elegido dio marcha atrás a la política para apoyar el primer rescate de Gre-cia. El ministro de finanzas de Eslovaquia, Ivan Miklos, justificó su posición declarando: “No lo con-sidero solidaridad, si es solidaridad del pobre con el rico, del responsable con el irresponsable, o de los contribuyentes con los dueños y los gerentes de los bancos”.9

Lamentablemente, solo un año después Miklos abandonó su posición y aceptó las peticiones de sus compañeros de la Unión Europea que buscaban aumentar la contribución eslovaca para el intento de rescate de la Eurozona. Cuando su nueva política fue bloqueada por un pequeño partido liderado por Richard Sulik, Libertad y Solidaridad, el gobierno intentó asegurar la aprobación de los parlamentarios combinando el voto de la contribución a la Eurozona con un voto de confianza. Esto llevó al colapso en octubre de 2011. Al desafiar la presión tanto de Alemania como de sus compañeros de coalición, Sulik tuvo suficiente coraje para decir lo obvio: las estrategias implementadas a costa de los contribu-yentes, en los pocos países todavía solventes, eran indefendibles. Antes de perder su lugar como pre-sidente del Parlamento y hundir al gobierno, Sulik dijo que preferiría “que Bruselas lo tomara por ex-céntrico a avergonzarse ante sus hijos por causarles deudas insostenibles”. Como era predecible, su declaración de principios fue rechazada como una postura populista en los principales medios de Es-lovaquia, los cuales sentían más lealtad por la integración europea que por los intereses de su electo-rado.

La erosión de la democracia europea

Este no fue el primer cambio de gobierno, dentro de la Unión Europea, causado por la crisis de la Eu-rozona. En 2011 hubo elecciones tempranas en países cuya deuda pública había alcanzado niveles in-sostenibles, como en Irlanda, Portugal y España. Sin embargo, Eslovaquia fue el primer país en la Unión Europea cuyo gobierno colapsó sin problemas domésticos de índole económica. La erosión de la democracia en Europa empeoró más en noviembre de 2011 cuando los gobiernos de Grecia e Italia, elegidos democráticamente, sucumbieron ante presiones externas y fueron reemplazados por adminis-traciones apolíticas. Cada vez más, las élites políticas europeas han procurado lidiar con la crisis con-fiando en el liderazgo tecnócrata más que en la legitimidad popular.

Estas experiencias recientes socavan un concepto incluido en los estudios acerca de la Unión Euro-pea, uno tan popular como falso: demoicracia. De acuerdo con Kalypso Nicolaïdis:

[La Unión Europea] se estableció como una nueva forma de comunidad política, que no se de-fine por una identidad uniforme – un demos – sino por la persistente pluralidad de quienes la conforman – su demoi – . La Unión Europea no es una unión de democracias ni una unión en forma de demo-cracia; es, si se quiere, una unión de Estados y de gentes – una democracia – en desarro-llo.10

Aunque el sistema de gobierno de la Unión Europea desafía cualquier caracterización simple, el término demoicracia confunde en lugar de dar luz sobre su verdadera naturaleza. El supuesto de que esta nueva organización llevaría, casi automáticamente, a un aumento en la solidaridad entre los Estados europeos y su gente es especialmente problemático. Nicolaïdis argumenta que el incre-mento en el compartir, el intercambio y el compromiso mutuo crean una Europa más integrada. “El pegamento que mantiene unida a la Unión Europea”, dice, “no es una identidad común; es más bien un conjunto de proyectos y objetivos compartidos”.11 Sin em-bargo, lo que su análisis ignora es la posibilidad de que los proyectos comunes lleven a más descon-fianza y hostilidad mutuas, especialmente si fracasan, como es el caso de la moneda común.

En una demoicracia redistributiva, naciones enteras pueden reducirse al estatus de receptoras de seguridad social privados de sus libertades básicas; el Estado (supranacional) proveerá para ellas siempre y cuando obedezcan. Lo absurdo de esta lógica se hizo evidente cuando Angela Merkel ex-hortó al pueblo griego, después de más de un año de medidas de austeridad que no mostraron signos de dar resultados, a esforzarse aún más: a trabajar más horas y aumentar la edad promedio de jubilación. El error de Merkel respecto a las cifras – al menos de acuerdo con las estadísticas disponibles, los de-rechos a vacaciones de los trabajadores eran menos generosos que en Alemania – es menos significa-tivo que su tono inapropiado y condescendiente. En julio de 2011 el líder del grupo de la Eurozona, el primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker, dio a Focus, importante semanario ale-mán, una declaración que produjo similar indignación. Dijo sin rodeos que “la soberanía de Grecia será masivamente reducida”. Y, por supuesto, tenía razón, lo cual empeoró todo. Si hacía falta alguna prueba de que los griegos solo tendrían un control limitado sobre su destino mientras permanecieran en la Eurozona, ésta apareció a principios de noviembre de 2011, cuando el primer ministro George Pa-pandreou fue forzado a abandonar su plan de hacer un referendo acerca de las medidas de austeridad planeadas.

El liderazgo francoalemán está en curso de colisionar

Para entender los problemas de la Unión Europea se necesita llevar la imaginación al límite. ¿Cómo hace uno para concebir, por ejemplo, la suma total que se debía obtener con el mecanismo especial de rescate de mayo de 2010, o la totalidad de las garantías que ha firmado el gobierno alemán hasta ahora y que hacen que su electorado sea potencialmente responsable de pagar cientos de miles de millones? El mecanismo de rescate para los Estados del euro, desarrollado por la Unión Europea y el FMI, ascendía inicialmente a 750.000 millones de euros, un valor más de ocho veces el equivalente en 2010 de la ayuda que el Plan Marshall destinó a Europa después de la Segunda Guerra Mundial, o mayor al doble de la cantidad que se le exigió a Alemania por concepto de reparaciones después de la Primera Guerra Mundial. Solo el hecho de tener que hacer semejantes comparaciones con la expe-riencia histórica europea es desconcertante.

Con todo, aunque los pasivos se convirtieran eventualmente en desembolsos reales, la Eurozona no es un nuevo Tratado de Versalles impuesto a Alemania. En primer lugar, no fue una imposi-ción incluso si el pueblo no la acogió con agrado; las élites la apoyaron con gusto. Y en segundo lugar, la economía alemana obtuvo ventajas significativas de la moneda común que, al menos hasta ahora, parecen contrarrestar los costos. Paradójicamente, el temor de un nuevo Versalles fue más real para Grecia, tal como afirmó el periódico alemán Handelsblatt en noviembre de 2010, con un argu-mento tan simple como contundente: no se ayuda a un país en problemas imponiéndole castigos. Fran-cia y Alemania ejecutaron todos los pasos cruciales conducentes a la moneda europea común, y todos los esfuerzos notables por crear una identidad paneuropea provinieron de iniciativas francoalemanas. Así como las demás naciones resintieron la mayoría de los intentos por producir una historia franco-alemana unificada de Europa, es poco probable que la tentativa de conformar un gobierno económico europeo, también defendida por Francia y Alemania, obtenga suficiente apoyo de los diecisiete Esta-dos miembros de la Eurozona, y mucho menos de los veintisiete que pertenecen a la Unión Euro-pea.

Cualquiera que sea la estrategia que terminen adoptando los europeos, su moneda común se trans-formará (asumiendo que continúe existiendo). Una forma de describir escenarios plausibles es recurrir de nuevo a los estereotipos nacionales. Inicialmente el euro debía ser tan fuerte, seguro y confiable como solía ser el marco alemán. A los votantes alemanes se les prometió que el BCE, como su prede-cesor espiritual, el Bundesbank, iba a regirse por las reglas que hicieron al marco alemán tan exitoso: absoluta independencia de cualquier presión política y un compromiso firme de mantener baja la infla-ción. Para asegurar estas metas, las políticas monetarias (del dominio del banco central) deben estar separadas de las políticas fiscales (del dominio de los gobiernos). Aunque los gobiernos de los Estados miembros iban a permanecer a cargo de las políticas fiscales, éstos aceptaron obligaciones contractua-les – por medio del Tratado de Maastricht – de seguir reglas estrictas: no más del 3% del déficit del presupuesto anual, no más del 60% de deuda, y – una promesa para apaciguar a los votantes alemanes – cero rescates.

Durante los primeros cinco a diez años, el euro tenía, por decirlo así, personalidad alemana. La inflación era baja y a pesar de que se violaban las reglas ocasionalmente, incluso en Alemania y Francia, el marco regulatorio permaneció razonablemente sólido y el BCE mantuvo su independencia y credibilidad. Alrededor de 2011, el euro mutó en una moneda francesa, no solo porque el BCE estaba encabezado por un francés, Jean-Claude Trichet, sino por cuenta de las políticas no convencionales que comenzaron a implementarse. Al comprar bonos de los gobiernos griegos, italianos y españoles en mercados secundarios, el BCE comprometió su independencia política y minó su credibilidad. Podría llamarse una solución típicamente francesa: en la cultura estatista francesa los gobiernos han interferido tradicionalmente en las políticas monetarias sin objeciones del electorado.

Puede que el euro llegue a asumir un carácter más italiano y se vuelva más inflacionario. Sería al menos un giro irónico en este drama en desarrollo: Mario Draghi, el presidente actual del BCE, posesionado en noviembre de 2011, se presentó a los votantes alemanes (y fue alabado por muchos comentaristas en Alemania) como un banquero italiano con virtudes desvergonzadamente alemanas que daría prioridad a la estabilidad de los precios; en otras palabras, mantendría baja la inflación. Sin embargo, cuando Grecia no pague su deuda, como va a pasar tarde o temprano, el BCE se verá forzado a declarar pérdidas significativas que tendrán que reponerse por medio de transferencias masivas de moneda por parte de otros Estados miembros, incluida Alemania, o mediante la impresión de moneda por parte del banco (“flexibilización cuantitativa”). Cualquiera que sea la medida adoptada al final, las naciones europeas serán profundamente infelices con la solución.

Menos es más

El intento de construir una democracia europea supranacional, por medios considerablemente antide-mocráticos, fracasó. El intento de convertir a la gente de Europa en europeos mediante una moneda común, una ciudadanía común y libertad de movilidad terminó, paradójicamente, fortaleciendo los nacionalismos extremos. El intento de disminuir la influencia de Alemania en Europa y el mundo, in-tegrándola de manera más firme a una Unión Europea transformada por completo, empeoró significa-tivamente los desbalances económicos y políticos, aumentando de modo inadvertido el poder de Ale-mania frente a sus pares europeos. Así como Alemania se ha vuelto más europea, para bien o para mal Europa fue forzada a volverse más alemana. Si el siglo XX estuvo plagado de la “pregunta alemana” y los conflictos violentos que resultaron de ella, el siglo XXI será moldeado por la “pregunta europea”, ahora que Europa no tiene ninguna seguridad acerca de su propio destino. Para que el sueño europeo no se convierta en una pesadilla europea, Europa necesita despertar a una realidad que apunta cada vez más a mostrar los límites de su poder tanto en casa como en el extranjero.

Los políticos se enfrentan a una tarea imposible: no pueden predecir el futuro, pero tienen que pensar cómo mejorar el desastre actual. Es más fácil identificar lo que salió mal que arreglarlo, pero solo es posible encontrar una salida viable a los problemas si se evalúa el pasado de forma realista. Esto último parece un gran desafío para las élites europeas que, como resultado de su compromiso dogmático con una unión cada vez más estrecha, se rehúsan a aceptar errores anteriores. Europa fun-cionó racionalmente bien hasta 1989 porque sus ambiciones fueron moderadas por la conciencia de sus propios límites – paradójicamente, un proyecto supranacional “rescató” los Estados-nación de Europa­. El esfuerzo por sustituir unos Estados Unidos de Europa por una Europa de Esta-dos-nación, llevado a cabo a partir de 1989, está destruyendo la democracia a nivel nacional sin in-troducir una alternativa viable a nivel europeo.

Ahora que el 2012 despunta, hay dos escenarios opuestos que podrían rescatar a Europa de la crisis. El primero es simplemente continuar en el camino hacia una unión cada vez más estrecha, desplazando más y más la soberanía a un nivel supranacional. Ésta es la opción por la que abogan Francia y Ale-mania, los dos países centrales que estuvieron de acuerdo en crear un “gobierno económico” para Eu-ropa. El objetivo, claramente, es sujetar a los Estados miembros a un control externo mayor. Esta es la propuesta que apoyan varios comentaristas económicos y la favorecida por los mercados financieros. Sin embargo, la gente de Europa es escéptica en el mejor de los casos y hostil en el peor. Los votantes griegos, portugueses e irlandeses no ven con buenos ojos una pérdida mayor de soberanía a manos de fuerzas externas, independientemente de si se trata de la burocracia de Bruselas o de las élites que ri-gen los Estados miembros centrales.

Al final de este camino encontraríamos a una Europa con un sistema de impuestos unificado y una financiación compartida de los presupuestos nacionales a través de eurobonos, un paso altamente po-lémico. Sin embargo, para crear una Europa que cumpla estas características sería también necesaria la pérdida del control presupuestal por parte de los parlamentos nacionales. La disciplina presupuestal ya no sería implementada por mercados anónimos, sino por políticos de alto perfil en Alemania y Francia, además de burócratas sin rostro en Berlín, París y Bruselas, y del Banco Central en Fráncfort.

Hay una opción más factible que ni siquiera es considerada: cada Estado miembro de la Unión Eu-ropea podría obligar a sus políticos a reclamar su soberanía nacional. Esto incluiría, al menos en algu-nos países de la Eurozona, la introducción de la moneda nacional. Si se hace de forma organizada y bien administrada, es casi sin lugar a dudas la mejor opción. Aunque es poco probable que encuentre alguna vez el valor para hacerlo, Alemania le prestaría un mejor servicio a Europa respondiendo a sus intereses nacionales y gestionando una salida organizada de la Eurozona. Ello permitiría que otros países la siguieran, y reclamaran prerrequisitos fundamentales para que funcione la democracia a nivel nacional, tales como el control sobre las prioridades y las decisiones presupuestales de cada país. No obstante, no puede haber duda de que ambos escenarios serían extremadamente costosos y problemá-ticos.

Para dar mejores resultados, la Unión Europea necesita hacer menos pero hacerlo bien. Para tener éxito, Europa debe aceptar las limitaciones de sus políticas postdemocráticas y postnacionales. Dar reversa a algunas de las agendas más ambiciosas de la Unión Europea puede ser al menos tan difícil y doloroso como continuar en el camino hacia una unión cada vez más estrecha. Sin embargo, si marchar hacia delante está causando más daños que beneficios, la desintegración parcial y bien ges-tionada podría ser preferible a una implosión caótica.

Qué trágica ironía: el desarrollo del proyecto europeo puede rastrearse hasta 1989, cuando colapsó el comunismo en el Este, pero no por legados perniciosos del comunismo allá – como muchos temían –, sino por la excesiva confianza de Occidente en la posibilidad de un comienzo radicalmente nuevo para todo el continente. Europa está fracasando y no necesita comienzos radicalmente nuevos ni ex-perimentar más con una democracia supranacional. Debe aceptar sus limitaciones. Lo menos que puede hacer es aprender de un gran europeo irlandés, Samuel Beckett, quien escribió en inglés y en francés acerca del perpetuo problema de nuestra frágil condición: “Fallar, fallar de nuevo, fallar mejor”.

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Published 26 April 2012
Original in English
Translated by Andrea Garcés
First published by Eurozine (English version); El Malpensante (Spanish version)

© Eurozine

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