¿Quién teme a Europa?

Opening address at the 14th European Meeting of Cultural Journals


Vivo en Suecia, Croacia y Austria. Europa es mi hogar. Recuerdo cómo, hace un par de años, cuando ya se había abandonado el puesto de control de la frontera entre Austria e Italia, la cruzamos cerca de Klagenfurt sin apenas creer que la policía no iba a detenernos. Porque no había policía alguna, sólo cabinas vacías. ¡Qué sensación de libertad! Sobre todo porque recordaba lo que sentí en el momento de cruzar por primera vez la aduana recién construida entre Eslovenia y Croacia en 1991. Como soy una europea del Este, sé también lo que se siente, en un aeropuerto, en la fila del puesto de control para “No comunitarios” o, en ocasiones, y sin más ambages, “Otros”.

Vivo a ambos lados de las fronteras reales e imaginarias de Europa y las cruzo en una y otra dirección constantemente, y debo decir que hace apenas un año creía en el proyecto de construcción de una Europa unida mucho más que hoy. Por supuesto, esto era antes de las elecciones en Austria, Noruega y Suiza o en la ciudad de Amberes, antes del referéndum del Euro en Dinamarca, o de incidentes como los de El Ejido, donde un grupo de gente, movilizado por una página web neonazi, hostigó a los trabajadores magrebíes durante tres días. La lista de acontecimientos inquietantes sucedidos en toda Europa es mucho más larga. Es como si de repente hubiera aparecido el esquema de una Europa distinta ante mis ojos; una Europa que, cuando la miro, se me pone la carne de gallina. Y no se trata de un dejà vu, porque pertenezco a una generación que no conoció el fascismo, pero hoy en día advierto una xenofobia, un nacionalismo y un racismo crecientes en todas partes. Además, como provengo de donde provengo, sé cuándo el miedo al otro se convierte en algo a lo que se debe empezar a prestar atención. Y me pregunto si se trata de acontecimientos aislados o tal vez son ya signos de que el proyecto de integración europea está en peligro de perder ímpetu.

Nací después de la Segunda Guerra Mundial y crecí en un continente adormecido y dividido por el telón de acero que insistía en el peligro de una posible guerra mundial. Cuando íbamos a la escuela, practicábamos lo que debíamos hacer en caso de un ataque nuclear. Aprendimos de memoria cómo reconocerlo: primero aparecería en el horizonte una nube en forma de seta, seguida por una explosión de calor y ceniza. Deberíamos escondernos tras cualquier parapeto, apretar la máscara antigás contra la cara y no beber agua bajo ninguna circunstancia (la parte del agua nos impresionaba especialmente y siempre nos preguntábamos el porqué). A pesar de que éramos sólo niños, sabíamos que estas precauciones nos protegerían poco si aquel horror descrito en los libros de texto llegaba a suceder. Pero a pesar de ello, practicábamos abnegadamente. No nos sirvió de nada. Cuando la guerra siguiente, la guerra de los Balcanes, estalló, nos cogió por sorpresa. Nada sospechábamos a finales de los años cincuenta que la guerra de que seríamos testigos sería de ámbito local, limitada y de baja intensidad: la guerra que nos cogería totalmente de improviso.

Mi generación creció con la idea de que una guerra de ese tipo, con campos de concentración genocidas y una forzosa repoblación de ciudades enteras, era completamente imposible después de la Segunda Guerra Mundial. Europa había aprendido la lección, nos decían los profesores de historia, y tales horrores no podían volver a suceder. Hoy, después de la guerra en mi país y en Bosnia y Kosovo, ya no creo que Europa haya aprendido esta lección. Pero tal vez me equivoque. A fin de cuentas, la última guerra no tuvo lugar del todo en Europa, sino en los Balcanes. ¿Son los Balcanes Europa? Así lo parece hoy, pero mañana se podría decidir lo contrario. Pero si así sucediera, ¿qué es entonces Europa y dónde termina?

Indefinición europea

En aquellos tiempos, en mis años de escuela, todo parecía meridianamente claro. Europa era el lugar en que no tenía presencia la Unión Soviética. El gran cambio político sucedido durante los últimos diez años ha echado por tierra esta certeza pueril. La Europa de hoy ya no es una cuestión de geopolítica y fronteras definidas en su extremo oriental, ni siquiera de unidad económica, sino de actitudes, definiciones, instituciones, de un cierto paisaje mental. Ya no hay ningún telón de acero que facilite las definiciones. Durante los últimos diez años los pueblos de Europa han sido testigos del colapso del comunismo y de la desaparición del enemigo común, de la aceleración del proceso de integración en el seno de la UE, su planificada ampliación hacia el Este y la guerra de los Balcanes. Simultáneamente, el proceso de globalización parece haberse extendido por todo el mundo. Pero estos cambios han sucedido con excesiva rapidez para que la gente pueda comprenderlos, para que pueda asimilarlos por completo. Y esta gente ha reaccionado como siempre se reacciona ante lo desconocido, con una sensación de incertidumbre y miedo. Mientras que el mundo conocido se disuelve ante sus ojos, el nuevo, que está cogiendo forma, no es todavía comprensible. ¿Qué es en realidad Europa y hasta qué punto puede ampliarse hacia el Este y seguir siendo Europa? ¿Es Turquía Europa? En ese caso, ¿qué sucede con Rusia?

No son éstas preguntas abstractas. La cuestión de fondo es saber cómo estos cambios influirán en la vida de los europeos, su trabajo, ingresos, educación, idioma, etcétera. Cada vez más gente tiene la sensación de estar perdiendo la posibilidad de controlar su propia vida. Se trata de un sentimiento de ansiedad que no está totalmente identificado o definido, y en muchas ocasiones ni siquiera considerado como tal, pero que está a nuestro alrededor, es palpable, mensurable en las encuestas de opinión, referéndums, resultados de elecciones, articulado en forma de dudas sobre el Este, sobre la necesidad de la unidad monetaria, de la integración y la ampliación, o sobre la libre circulación de mano de obra. Es decir: a pesar de ser tan vaga, esta ansiedad ya tiene efectos sobre la vida política de varios países y podría, tal vez, provocar cambios substanciales en el panorama político europeo.

El mecanismo para explotar el miedo es simple y conocido. Como individuo, uno puede sentirse perdido y confuso, barrido por la velocidad y magnitud de los acontecimientos históricos. De repente, alguien te ofrece un refugio, un sentimiento de pertenencia, una garantía de seguridad. Tenemos la misma sangre, vivimos en el mismo territorio, nuestra gente en primer lugar, así reza su discurso. Para los oídos asustados, palabras tan desfasadas como sangre, patria, territorio, nosotros, ellos, resulta reconfortante. Al escucharlo, se sienten más fuertes, dejan de estar solos, se enfrentan al otro ?tantos inmigrantes: musulmanes, turcos, refugiados, africanos, buscadores de asilo, gitanos? o a la burocracia continental que pretende controlar sus vidas desde Bruselas. Cuando se ha descubierto el placer de pertenecer a un grupo, el otro ya no da miedo. Desde el miedo a lo desconocido hasta la invención del enemigo conocido media un paso muy pequeño. No se necesita mucho más que esa vaga sensación de ansiedad y un líder político que sabrá cómo sacar partido de ella. Los medios de comunicación harán el resto.

Miedo a lo desconocido

Parece como si esta nueva y más oscura cara de Europa empezara a vislumbrarse con la victoria del Partido de la Libertad de Jörg Haider en Austria. La verdad, sin embargo, es que este triunfo electoral sólo hizo más visible la ansiedad. Haider ha sido el que ha obtenido mayor éxito, pero hay otros como Umberto Bossi, Christoph Blocher, Karl Hagen, Edmund Stoiber, Filip Dewinter, Pia Kjesgaard o Jean-Marie LePen que están llegando a su nivel. Recientemente, el ultranacionalista Bloque Flamenco de Bélgica celebró la mayor victoria de la extrema derecha en Europa después de la entrada del Partido de la Libertad en el gobierno de coalición austríaco. Alcanzó el 10% de los votos en las elecciones generales. En Amberes ha aumentado sus votos del 18% hasta el 33% en los últimos doce años explotando los sentimientos xenófobos. Su exultante líder, el joven Filip Dewinter, confesó que “ni siquiera me atreví a soñar esto”. La Liga del Norte italiana consiguió un 10% en las elecciones generales de 1996, otro éxito basado en la política xenófoba hacia los inmigrantes. El Partido del Pueblo Danés alcanzó un 18% en las últimas encuestas gracias a una propaganda xenófoba muy agresiva. Pia Kjersgaad afirma abiertamente que los inmigrantes, especialmente los musulmanes, amenazan la seguridad de las familias y los valores cristianos de los daneses genuinos, “su verdadera danesidad”, según dice ella. Llegó a comparar la pluralidad cultural con el holocausto. En consecuencia, el resultado del reciente referéndum danés, en que se ha rechazado el Euro, no debe sorprendernos. El Frente Nacional francés no es tan fuerte como fue en el pasado, pero todavía consigue un 15% de los votos. Por otro lado, el Primer Ministro alemán Gerhard Schröeder sufrió la primavera pasada un descenso en los sondeos de opinión después de haber sugerido importar a 10.000 expertos en informática, especialmente de la India. A pesar de que se considera que Alemania necesita 70.000 expertos informáticos para alcanzar el desarrollo internacional en el campo de la tecnología de la información, un 56% de la población se opuso a ese plan. En otro sondeo sólo el 4% de los alemanes se mostró entusiasmado con la libre circulación de mano de obra en el interior de la UE. El aumento de la popularidad del Partido del Progreso noruego es parte de la misma tendencia de cerrar las fronteras y construir nuevos muros. Al igual que en el caso de Blocher, del Partido del Pueblo Suizo, que alcanzó un 22,6% en las elecciones federales de octubre (frente al 14,95% de 1995). Otro caso suizo es igualmente revelador: los votantes de Emmen, un suburbio industrial de Luzern, utilizaron las urnas para rechazar las peticiones de ciudadanía de los extranjeros. Sólo se aceptó a cuatro familias italianas. Blocher propone ahora una votación popular sobre la ciudadanía como patrón para todo el país. “La gente se siente insegura en un nuevo mundo globalizado y tiene la sensación de que el aislamiento les da mayor seguridad”, explicó una voz autorizada de la comisión de extranjería suiza.

Auge de la extrema derecha

Este repaso parcial indica el creciente éxito de los partidos de extrema derecha en toda Europa. El resultado no es un nuevo modelo de camisas marrones y negras, sino un ejemplo de la ansiedad en aumento de la población. Los partidos de derechas, estimulando el miedo de la gente con una retórica populista, hacen uso de esta ansiedad. En cualquier caso, lo cierto de la cuestión es que los partidos de derechas son los únicos que expresan el pulso popular, que reconocen este sentimiento de ansiedad. Es evidente que lo utilizan en beneficio de su objetivo: hacerse con el poder. Pero no se puede decir que esta ansiedad ha sido creada o inventada por estos partidos. Afirmarlo sería ignorar la ansiedad del modo más sencillo. Estos partidos, con la generosa ayuda de los medios de comunicación, sólo dan una vaga idea del grado de insatisfacción. Dirigirla hacia la xenofobia es fácil, porque el otro existe en todas las sociedades. Mientras esta xenofobia se exprese en forma de polémica acerca de esta o aquella propuesta legal sobre la ciudadanía de los inmigrantes (como en Alemania en 1998), no se trata de nada alarmante. Pero sí lo es que el sondeo de opinión aparecido en Der Spiegel el verano pasado muestre que la mayoría de alemanes está de acuerdo con algunas opiniones de la extrema derecha, especialmente en lo referente a los inmigrantes. Y también lo es que este tipo de retórica haya producido resultados políticos concretos en distintas elecciones, especialmente durante el último año. Después de esto, parece difícil negar este fenómeno u otorgarle un carácter meramente marginal. La ansiedad está recorriendo también toda la Europa poscomunista. El entusiasmo que reinó durante los primeros años posteriores a la caída del comunismo ha sido sustituido por la decepción. Una vez más, la Europa unida parece lejana, existen muros distintos del muro de Berlín, las condiciones para unirse a la UE son difíciles de alcanzar y la fecha se va posponiendo cada vez más hacia el futuro. Lo que permite a nacionalistas y antieuropeos afirmar que no se debería renunciar a la soberanía conseguida. Extienden el miedo a que las empresas multinacionales compren el país, hacia la americanización de su cultura o la globalización. No debe sorprendernos que alguien como Slobodan Milosevic utilice este tipo de lenguaje. Pero también los demócratas como Vaclav Klaus, el ex Primer Ministro checo, hablan contra la UE: “Europa está, fundamentalmente, retando al estado de la nación, particularmente a su soberanía”, dijo en Austria en junio del 2000. Tiene razón, pero ésta es la idea misma de la Europa integrada. Klaus, además, habla de la asimilación y de la pérdida de la identidad nacional. “¡No queremos ser eurochecos!”. El Primer Ministro húngaro Viktor Orbán es también escéptico con la UE, por no hablar del populista eslovaco Vladimir Meciar o el nacionalista húngaro y antisemita István Csurka. La Europa del Este poscomunista está muy lejos de ser una Europa unida también en otro sentido: un 67% de los polacos, por ejemplo, considera que cuando su país se una a la UE, se convertirán en ciudadanos de segunda clase.

Nacionalismo y xenofóbia

El éxito de los partidos nacionalistas de extrema derecha, xenófobos y antieuropeos y el de los líderes populistas es tan peligroso en la Europa Oriental como en la Occidental. Extendiendo su influencia más todavía a través de la explotación de la ansiedad y los miedos que nadie más desea direccionar, pueden minar el proceso de integración. Sus líderes le dicen al pueblo que perderán la soberanía nacional, la cultura, el idioma, etcétera. Su identidad nacional, cultural y social corren peligro. Los extranjeros no sólo se harán con todos los empleos, sino que además, y más importante todavía, la propia sociedad se transformará hasta no ser reconocible. En el lenguaje de la extrema derecha, la sociedad multicultural comporta la desintegración cultural. Ello parece, a oídos de la gente, amenazador. Podemos llamarlo egocentrismo político, nacionalismo regional o nuevo regionalismo, el resultado es el mismo en todas partes: homogeneización, movilización de mecanismos defensivos y políticas aislacionistas.

En una investigación realizada en el mes de marzo del 2000 (en el Institut fur Demoskopie Allensbach) acerca del miedo a la pérdida de la identidad en una Europa unida, alrededor del 50% de alemanes respondió afirmativamente ?consideraban que se perdería la identidad alemana? ante el 35% de 1994. Pero, ¿qué es esa identidad que tanto querrían proteger? Generalmente, uno no se encuentra en posición de realizar esta pregunta porque no hay necesidad de hacerla hasta que dicha identidad es retada o amenazada de algún modo.

Desde el punto de vista de un individuo, la identidad nacional parece algo dado y definido, algo tan natural como el color de los ojos. La cultura, la historia, el idioma, el mito, la memoria, la mentalidad, los valores, la comida… Todo ello forma parte de la identidad nacional, y la identidad nacional domina fuertemente nuestra percepción de la identidad personal. En la pequeña ciudad francesa de Millau, un hombre fue encarcelado por destruir un restaurante McDonald’s local. Pero el proceso se convirtió en una manifestación de apoyo a José Bové. Se convirtió en un héroe nacional porque articuló el miedo francés ante la dominación americana. En este caso la gente se manifestó en contra de la globalización del gusto, y los franceses están en contra del fast food del McDonald’s del mismo modo que defienden su derecho a hacer queso con leche no pasteurizada. Nada más amenaza su identidad nacional. No se les puede pedir a los alemanes que dejen de beber su cerveza o a los holandeses que dejen de cultivar tulipanes. Cuando negocian su entrada en la UE, los suecos se muestran especialmente atentos a que no se les prohíba el tabaco de mascar: se trata de su identidad nacional. Por otro lado, en los estados de reciente creación como, por ejemplo, Croacia, se puede observar cómo se está construyendo una identidad nacional y se inventan símbolos identificativos, especialmente a partir de mitos y reinterpretaciones de la historia. Ello sólo demuestra lo que propone la antropología moderna: que las identidades nacionales no representan una serie de características culturales, históricas o sociales preestablecidas y eternas. En otras palabras, lo que consideramos un soporte fundamental para el individuo no es más que una construcción cultural, es decir, de carácter inventado y no natural. Pero la retórica arcaica y populista de Franjo Tudjman no querrá saber que la identidad siempre se construye en relación a los otros, que sólo quiere excluir a esos otros, que son los serbios. Sin embargo, en el caso de los emigrantes, los matrimonios mixtos y los ciudadanos que viven cerca de las fronteras, los antropólogos demuestran que es posible identificarse con más de una nación y una cultura.

Cuando conocí a un gastarbeiter turco en un tren en dirección a Alemania, éste lamentó que “cuando estoy en Alemania, soy considerado un turco, pero cuando visito Turquía, no me consideran uno de los suyos sino un extranjero, un alemán. Siempre me siento obligado a elegir entre dos, y esto me disgusta”. “Y bien, ¿tú cómo te sientes, qué crees que eres?”, le pregunté. “Soy ambas cosas”, respondió. No tenía ningún problema acerca de su identidad, lo tenían los demás. En realidad, en una cultura nacionalista, la identidad está construida a partir de fronteras, territorialidad y sangre, y uno se siente obligado a optar por una nación. Pero obligar a una persona a elegir conlleva a veces resultados inesperados. Hace algunos años, dos pequeños pueblos de Istria fueron objeto de una disputa entre dos estados de reciente creación, Croacia y Eslovenia. Cuando los periodistas eslovenos le preguntaban a la gente si eran eslovenos, respondían afirmativamente. Pero cuando los periodistas croatas les preguntaban si eran croatas, también respondían que sí. Esto, por descontado, confundía, y los periodistas buscaron una explicación. En última instancia, alguien les dijo que la formulación “o bien tal o bien cual” era, sencillamente, una pregunta inadecuada. Tenían un fuerte sentimiento de identidad, pero no lo definían en términos nacionales sino regionales: eran istrianos. De hecho, en un censo de 1991 alrededor de un 20% de la población del lugar se declaraba istriana; de acuerdo con las regulaciones, deberían haberse declarado a sí mismos como otros. Fue una especie de manifestación antinacionalista contra el gobierno de Franjo Tudjman. Su mensaje era claro: su nacionalidad y su identidad no tenían por qué solaparse necesariamente. La nación, como categoría política, es sólo un aspecto de su identidad. Para ellos, la identidad regional transnacional era más fuerte que la nacional. Los istrianos no se mostraban dispuestos a elegir una nacionalidad por encima de otra, sino experimentar su identidad como una suma de las identidades culturales, nacionales, políticas, y demás representadas en su región. “La UE sólo hará gala de una sólida base de legitimidad cuando los europeos perciban una identidad política europea. Ello no implica que ya no deban sentirse suecos, finlandeses, franceses, portugueses, checos, polacos o húngaros, sino que este principio de un destino europeo común se añadirá a estas identidades”, escribió Ingmar Karlsson.

Identidades nacionales

Recuerdo el anterior censo, de 1981, de Yugoslavia, en que casi un 10% de la población se declaró yugoslava. Análisis posteriores demostraron que aquella era la voz de la generación de posguerra, la población urbana joven. ¿Era ello el nacimiento de la nación yugoslava? No lo creo. Considero que la población era todavía muy consciente de sus identidades étnicas. Desde mi experiencia, ello era un caso de simple adición de una identidad a otra: una identidad común yugoslava se había añadido a la serbia, croata o bosnia. Si las naciones no son eternas y las identidades nacionales y personales son construidas, también pueden ser reconstruidas. Se puede crear otro tipo de comunidad imaginada. Tal vez este sea el momento adecuado para pensar en un nuevo paradigma de comprensión identificativa para contrarrestar la creciente ansiedad que recorre Europa. En lugar de utilizar mecanismos de exclusión cultural, ¿es posible crear identidades mediante la suma de elementos identificativos étnicos, regionales, nacionales o transnacionales? Si la identidad puede ser reconstruida en términos de identidad múltiple, ¿es éste el modo de establecer una entidad europea? No en forma de una comunidad estandarizada y globalizada, sino como una comunidad no jerárquica de diversas culturas. La gente se sentiría parte de una cultura específica pero no de un estado, al igual que los istrianos. ¿Puede el transregionalismo colaborar en la superación de la ansiedad que la ciudadanía siente con respecto a la integración?

Debido al modo en que vivo, una Europa diversa pero unida es una posibilidad que me enriquece y me da más libertad. Pero para crear tal Europa, la gente necesita ser convencida de que con ello va a ganar algo, y no perderlo. Estamos en un momento en que la pérdida parece más obvia, en que el miedo sustituye a la esperanza cuando se contempla nuestro futuro. ¿Quién teme a Europa? Bronislaw Geremek, el ex ministro de asuntos exteriores polaco ya respondió perfectamente a esta pregunta cuando afirmó que “¡Europa tiene miedo de sí misma!”.

Published 12 June 2001
Original in English
Translated by Ramon González

Contributed by Lateral © Slavenka Drakulic / Lateral / Eurozine

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