En busca de la basura genética

Sin ánimo de discordia, el autor de este artículo se permite introducir un aviso cautelar en medio de la euforia causada por el recuento definitivo del genoma humano. No es que no esté contento con la noticia. Al revés, está exultante. Lo que ocurre es que, hurgando, hurgando, ha encontrado algo en la basura (no necesariamente en la genética) que quiere contarles.

Al igual que a todos mis contemporáneos, a mí también me ha llenado de entusiasmo la Buena Nueva de que “el ser humano sólo tiene unos 30.000 genes”. No es que esperara mucho más: si me dicen que tenemos 17.800, igualmente me doy por satisfecho. Además, hasta ayer los científicos juraron y perjuraron que teníamos 80.000. No perdamos, pues, la fe en la ciencia. En el próximo inventario genético podemos mejorar la estadística. Sea lo que sea la secuencia definitiva, la causa de nuestra alegría universal no es tanto la cifra exacta de los genes (de cuya evolución ya nos informarán los medios de comunicación), como el hecho de que apenas tenemos dos tercios más que la mosca del vinagre y uno más que el gusano. ¡Qué gran noticia! Y yo que hubiera jurado que la mosca del vinagre tenía sólo una cuarta parte de los míos. El gusano es otra cosa; de él, tan humano, esperaba algo más. Pero la mosca del vinagre me ha sorprendido positivamente y espero que con ese vertiginoso avance de la ciencia, pronto podamos entrar en comunicación con ella. Sin duda, hay cosas de las que podemos aprender mutuamente.

Como era de esperar, las flamantes revelaciones científicas no se agotaron con el descubrimiento del espectacular vigor genético de la mosca del vinagre. Hemos sabido, por ejemplo, que el 95 por ciento de los genes no tiene función conocida. Me parece particularmente estimulante que este grupo abrumadoramente mayoritario ipso facto fuese bautizado de basura. De esta manera, la ciencia posmoderna se inserta en la milenaria tradición humana (y acaso moscardiana) de repudiar todo lo que no entiende o desconoce, a la vez que hace propio el utilitarismo de nuestra época que aprecia sólo lo que es productivo. Después del baño de humildad en el agua, nuestro principal componente físico, ahora tenemos que resignarnos al hecho de que en un 95 por ciento somos basura humana o genética, como guste. Nadie lo hubiera pensado.

Fatiga mental del genólogo

Como pueden suponer, calcular todos estos porcentajes fatídicos significa un trabajo sumamente agotador, aun cuando los correspondientes organismos disponen de superordenadores que resuelven la peor parte de la faena. Según Craig Venter, director de Celera Genomics (la empresa privada que en Estados Unidos rivaliza con un consorcio público sito en el Reino Unido a la hora de contar los genes), conseguir e interpretar estos datos ha sido “mentalmente agotador, en parte porque no estamos preparados mentalmente para absorber todo esto”. Y si el gran científico, cansado y redundante, no está preparado mentalmente, ¿qué decir de nosotros, eufóricos receptores de la gran noticia que promete dar nuevo rumbo a nuestras vidas?

Piensen ustedes en las ilimitadas perspectivas medicinales que se abren gracias a la previsión de las enfermedades (o de la proclividad a ellas) mediante análisis genómicos efectuados con unos minúsculos aparatos llamados biochips. Dicho de otro modo, en un futuro (¿cercano, lejano?, ya veremos si lo vivimos) se podrá curar una calamidad de enfermedades y prolongar el promedio de vida hasta edades bíblicas. Que así sea. Pero como sabemos que estas innovaciones se aplicarán sólo donde haya medios para comprarlos y donde una infraestructura de salud pública garantizará los remedios necesarios, los biochips beneficiarán únicamente esa pequeña parte del mundo en la que el promedio de vida ya se ha prolongado en unas dos décadas durante el último medio siglo, frente a la mayoría de los países en los que apenas ha crecido o, incluso, se ha achicado. Con lo cual, la ciencia promete un futuro mundo minoritario con una esperanza de vida de 120 años, y otro mayoritario con una desesperanza vital de 30 ó 40.

Variantes del ‘homo sapiens’

Yo no sé cómo se reflejará todo esto en el genoma humano, ya que una de las noticias más exultantes de dicho descubrimiento ha sido que el 98 por ciento del ADN lo compartimos con los primates. Aunque la diferencia no fuese perceptible desde el punto de vista genético, está claro que se tratará de dos variantes bien diferentes, incluso antagónicas, del homo sapiens. Cabe preguntarse también ¿qué haría en sus 120 años de vida el dichoso ciudadano del primer mundo, además de pasar buena parte de su tiempo en los inevitables controles de salud y en el cumplimiento de las instrucciones médicas para alcanzar la ansiada edad de Moisés? Después de la muerte de Dios, ideologías totalitarias se encargaron de traficar con la Redención, y actualmente vivimos en la época de la Salvación por la Salud. Las perspectivas genéticas introducen una variante revolucionaria en esa nueva espiritualidad alimenticia y gimnástica. La desesperada lucha por estar en forma, parecer juvenil y conservar la salud requiere mucho esfuerzo individual, abstenciones de todo tipo y la ingestión de alimentos insípidos. En cambio, los biochips abren una más llevadera vía para alcanzar estas metas, así como inauguran nuevos canales del consumo, que también interesa.

No hace falta una mente visionaria para prever el enorme negocio que se vislumbra en el asunto. Desde las empresas aseguradoras hasta las farmaceúticas, todo tipo de instituciones estarán en condición de controlar las expectativas de salud de los ciudadanos y sus correspondientes necesidades de medicinas, camas de hospital, tratamiento médico, etc., para establecer así sus tarifas de acuerdo con la demanda y sus posiciones en el mercado.

Junto con la esperanza de una prolongadísima y bien mantenida vejez, causó júbilo la noticia de que, según el genoma descifrado, la diferencia racial carece de base científica. ¡Menos mal! Hasta ahora, los bienpensantes como servidor, sólo hemos dispuesto de unos vagos argumentos nada científicos a favor de la igualdad racial y, claro, ha costado defender nuestra posición. Lo que ocurre es que quien hasta ahora pensaba que Einstein era inferior por judío y Pushkin por tener un abuelo negro, difícilmente se dejará impresionar por un genoma. Dirá que lo han calculado mal (y, teniendo en consideración el cansancio de los genólogos, no se puede descartar esta opción) o se aferrará al último gen o el último cromosoma diferenciador para justificar su delirio. Desde una formación literaria, lo más fascinante en este asunto parecen ser los nucleótidos, nombre científico de una letra del ADN. Por lo leído, toda diferencia humana se basa en una sola de estas letras o de sus combinaciones. Suena cabalístico y tal vez lo sea. Como recordarán, con polvo creó el Señor al primer ser humano, que en la Biblia no aparece como Adán, sino como el hombre, ya que esto es lo que significa Adán. Y la diferencia entre la palabra polvo y la palabra hombre es una sola letra. Esta sola letra es lo que le falló a aquel rabino de Praga que, a petición de sus maltratados correligionarios, se dispuso a crear mediante procedimientos mágicos un superhombre que les defendiera. Al equivocarse de una letra, una sola, en lugar de un héroe, creó el Gólem, un monstruo. En estas letras únicas está nuestra esencia y no en lo que (apenas) nos separa de la mosca del vinagre o del chimpancé. De éstas depende que seamos así o asá, éstas aportan nuestra individualidad, por eso somos humanos y no homúnculos. Y ahora resulta que del 1,42 millones de alteraciones de estas letras, sólo 60.000 está en los genes. El resto, en el polvo, en la basura genética. Que las busquen, por favor. Hurgar en la basura como un homeless siempre ha sido el verdadero cometido de todo arte, de toda ciencia.

Published 1 March 2001
Original in Spanish
First published by Lateral

Contributed by Lateral © Mihály Dés / Lateral / Eurozine

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