Soy quien soy

There is not such a thing as identity -bramaba consternado el filósofo de Belgrado y su indignación grave y belicosa parecía tan auténticamente balcánica que por un momento temí por el estallido de un conflicto intelectual interétnico. Todo empezó cuando el economista polaco desautorizó las reivindicaciones sociales de la enviada de la mítica y elocuente New Left Review, al mismo tiempo que lanzó sus propias reclamaciones, que eran descaradamente neoliberales. Y como si faltara algo más en un ambiente tan progre, hizo el panegírico de una cosa tan reaccionaria, muerta y enterrada como es la identidad, en su caso encarnada en la lengua.

Todos se abalanzaron sobre él. El filósofo serbio, cual un chetnik del pensamiento posmoderno, le preguntó rugiendo si había leído el flamante libro de una autoridad intelectual estadounidense de nombre impronunciable, refutación inapelable de la cosa identidad. Un filósofo portugués, más melancólico que un fado y más incisivo que un agitador sindicalista, llamó la atención sobre el hecho de que, en la era de la globalización, no tiene sentido hablar de identidad: el capital no tiene identidad, por todas partes están los mismos productos, y las grandes entidades que dirigen el mundo son supranacionales… Identidades, entidades, calamidades… La pequeña tormenta intelectual que rememoro se desató en un reciente encuentro de revistas culturales europeas de signo más o menos izquierdista y liberal, reunidas bajo la bandera virtual de la flamante página web eurozine, donde España estaba representada por Lateral, una publicación de Barcelona editada en castellano y dirigida por un húngaro. Dicho acto se celebró en un hermoso palacio barroco de la capital de Eslovaquia, Bratislava, que, con el nombre de Pozsony, fue durante siglos sede de la dieta húngara y es conocida en alemán como Pressburg, especie de suburbio de la capital imperial habsburga de la que apenas la separan unos 50 kilómetros. Así que es muy posible que en la actualidad no tenga ningún sentido hablar sobre identidad pero -cosas del pasado- esa ciudad tiene al menos tres.

Aun más que las ciudades, las personas también solemos tener varias identidades, de las cuales la vinculación nacional, regional, provincial, comarcal o esquinal representa tan sólo una dimensión. Está, además, la lengua, la religión, el sexo, la edad, la profesión o la clase social, para homenajear una categoría todavía más en desuso que la identidad. El problema empieza cuando una de esas identidades se apodera de las otras y ejerce un dominio totalitario sobre ellas: la fe piadosa se vuelve en fundamentalismo religioso, el compromiso social en fanatismo político y el amor a la patria en chovinismo rencoroso. Nace así una identidad fácil, inequívoca y unidimensional que no admite tener otra ni para sí ni para los otros.

Dios en directo

Buena parte del pensamiento humano revolotea precisamente alrededor del asunto de la identidad, concretamente, de la pregunta ¿quién soy?; planteamiento indispensable para aclarar luego la otra gran preocupación espiritual el hombre: ¿y qué diablos hago yo aquí? En unas de sus pocas actuaciones en directo, Dios se presenta a Moisés, primero como un ser histórico (“soy el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob…”), y luego, cuando ve que esto no le impresiona, se pone metafísico y le da una respuesta divinamente enigmática: Soy quien soy, que la consabida simpleza humana muchas veces interpreta como ¿y a ti qué te importa quién soy? Lo que pasa es que importa, y aunque tú no te definas, lo hacen por ti. El polaco Witold Gombrowicz sostenía que no existe la identidad, ya que somos una proyección de lo que social e individualmente se espera de nosotros y actuamos de acuerdo con las expectativas, incluso cuando nos rebelamos contra ellas, cumpliendo con el rol perfectamente establecido de los que se rebelan. Y es verdad: aunque hagas lo que quieras, te fichan a tu antojo. Y encima, equivocadamente.

En mi vida anterior, pertenecí a los círculos externos de la minúscula oposición húngara. Por otra parte, como traductor, tenía contacto con intelectuales izquierdistas de Occidente y del Tercer Mundo. Los dos grupos eran gente de la misma calaña hasta en el vestir. Tenían gustos culturales muy parecidos, compartían un sentido del humor y una mirada crítica, la misma sensibilidad social y el mismo modo de argumentación febril y cáustico. Eran los mismos en otras circunstancias. Excepto en lo político. Tardé en comprender que estaban en el lado opuesto de la barricada. Cuando, por ejemplo, nosotros rezamos para que España votara a favor de la entrada en la OTAN (que hubiera sido, y fue, un gran apoyo tanto en lo político como en lo anímico), mis semejantes españoles, inevitablemente progres, escucharon horrorizados mis argumentos. En cambio, cuando a mis amigos húngaros, polacos, checos o cubanos les hablé de las injusticias en el Tercer Mundo o de las dictaduras de derecha, se pusieron a ironizar sobre mi antiimperialismo y aseguraron que el totalitarismo comunista, perenne, nada tenía que ver con las efímeras dictaduras bananeras.

Cuando en el año 1986 aterricé en España, mi identidad fue objeto de un permanente malentendido. Por hablar mal de los regímenes comunistas, la gente afín a mí en todos los demás aspectos consideró que usaba los mismos argumentos que había utilizado la propaganda de Franco y, por lo tanto, era un facha. Superada por la Historia la ecuación: crítica del comunismo = apología del fascismo, los malentendidos no cesan. La versión local de la nueva ecuación mágica reza así: crítica de las concesiones del Partido Nacional Vasco para con los asesinos de ETA = apología del Gobierno Español. A raíz de nuestra campaña contra ETA, nos llegan voces y e-mails que nos acusan de ser del Partido Popular o pagados por ellos. ¡Es realmente formidable! Seis años de esfuerzo que roza el masoquismo por editar esta revista y una campaña cuando menos desinteresada y arriesgada para que vengan unos salvapatrias y te digan que estás pagado por el poder. Estuve pensando sobre estas cosas mientras caminaba en Barcelona entre otras 900.000 personas que decidieron expresar, bajo el consenso de un absoluto silencio, su rechazo a ETA a raíz del asesinato del catedrático y político Ernest Lluch. Fue la primera manifestación de mi ya dilatada vida. Por qué ahora? Porque el repudio al terror sembrado por ETA es una obligación moral de todos aquellos que aspiran a vivir en paz; porque rechazar la violencia es un necesario acto de autodefensa, un gesto de libertad. No ejercerlo equivale a resignarse al terror. No hacía falta estar de acuerdo en cuestiones ideológicas ni en soluciones políticas -de hecho, yo no comulgo con el nacionalismo de la víctima- sino en un solo precepto ético de enorme trascendencia práctica: basta de matar.

Soy quien soy… Una de las razones por las que vine a este país es porque me sobraron identidades y vínculos. Barcelona resultó ser el lugar apropiado porque, contrariamente a lo que se dice, es tolerante hasta la indiferencia. Nadie me pedía filiaciones, nadie aspiraba conquistar mi alma. Y yo estuve encantado de vivir aquí sin sentirme catalán o español. Pasaron los años. De empezar el diario por las noticias internacionales llegué a abrirlos por las locales. De tener todos mis recuerdos allí, me ha crecido un pasado también aquí. Tengo vínculos irreversibles: familia, hijos, amistades. Pero fue allí en la manifestación, envuelto por el majestuoso silencio marino de un millón de personas, que de repente comprendí que amo este país y a él (también) le pertenezco. Siempre huía de mis identidades y resulta que ahora me han salido dos nuevas. Es hora de largarme.

Published 29 January 2001
Original in English
First published by Lateral

Contributed by Lateral © Mihály Dés / Lateral / Des

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