Las políticas del miedo

Están emergiendo en Europa nuevas formas que prosperan a partir del miedo y alientan el nacionalismo. Este fenómeno exige una respuesta.

A protest in favour of independence for Catalonia in Barcelona, 27 October 2017. Source: Flickr

Octubre de 2017. Barcelona, España. Manifestación a favor de la independencia de Cataluña: cientos de miles de personas protestan en las calles, con banderas independentistas y carteles con el eslogan “Cataluña no es España”, y gritan “¡Llibertat!”. Las manifestaciones tuvieron una participación de hasta 450.000 personas.

11 de noviembre de 2017. Día de la Independencia en Varsovia, Polonia. La policía estimó que 60.000 personas participaron en la manifestación, en su mayoría jóvenes. Muchos gritaron “Patria”, y sus carteles decían: “Europa blanca”, “Europa será blanca” y “Sangre limpia”. El Wall Street Journal informó de que algunos de los manifestantes venían de Hungría, Eslovaquia y España, y que portaron banderas y símbolos que usaron esos países durante su colaboración con la Alemania nazi. La televisión polaca describió la manifestación como “una gran marcha de patriotas”.

Estos dos episodios recientes, uno relacionado con el separatismo, otro vinculado al racismo, son representativos de las nuevas fuerzas que están emergiendo en la UE en los últimos años, fuerzas que prosperan a partir del miedo y reivindican la construcción de nuevos muros, la sangre pura, la exclusión de los Otros, y la división.

Su denominador común es que están ocurriendo en la UE actual y que ambos son el resultado de un nacionalismo que amenaza con destruir los pilares sobre los que se construyó la unión. El nacionalismo es una ideología que necesita un enemigo; se construye a partir del enfrentamiento con el Otro, sea este el que sea en el momento. Como escribió George Orwell en 1945,

El patriotismo es en su naturaleza defensivo, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder. El objetivo perdurable de cualquier nacionalismo es asegurarse más poder y más prestigio, no para él mismo sino para la nación o cualquier otra unidad que haya elegido para hundir su propia individualidad.

El patriotismo no requiere de comparación y conflicto. Y como es un sentimiento privado –en el dominio de la memoria, la infancia, el paisaje, la comida– no necesita justificación.

El hecho de que el nacionalismo, en cambio, necesita confrontación, y es por lo tanto peligroso, se obvia a menudo.

Hace no mucho, al comienzo de los noventa, mientras el resto de Europa se unía o confiaba en unirse a la UE, un país se derrumbaba entre guerras sangrientas. Ese país era Yugoslavia, el país comunista más próspero, y el último que uno esperaba que pudiera caer en el secesionismo, el separatismo, la limpieza étnica, la guerra civil o la agresión. La razón fue el nacionalismo.

Hoy es más importante que nunca comprender cómo el nacionalismo desempeñó un papel decisivo, hasta el punto de la ruptura, porque parece que Yugoslavia lo hubiera exportado a la UE, una comunidad construida precisamente para evitar el nacionalismo y la guerra. ¿Una paradoja? Sí, en la medida en que no estaba prevista. Pero ahora parece que es la consecuencia lógica de los eventos que comenzaron después del colapso del comunismo en 1989. Porque más pronto que tarde uno podía observar un fenómeno curioso en la vida pública de los países excomunistas: la creciente importancia de la identidad nacional, junto al aumento del papel de la iglesia y la religión en la vida pública. Es como si de pronto hubiera una necesidad de autolegitimación y autoconfirmación, una necesidad de articular de nuevo quién eres a través del lenguaje, como en los países bálticos que tenían una minoría rusa importante. O una necesidad de reescribir la historia, como en Croacia, en oposición a una “historia oficial” interpretada por el Partido Comunista.

La rápida entrada de los países del antiguo bloque soviético en la UE tenía como intención superar las diferencias en historia, experiencia, economía y cultura entre Europa del este y Europa occidental, sin tener en cuenta que no existe ningún atajo en el desarrollo hacia la democracia. El shock psicológico que vivieron millones de ciudadanos durante el colapso de un sistema político universal y la consiguiente transición se tuvo muy poco en cuenta. Se suponía que los europeos debían regocijarse; eso hicieron, pero duró muy poco. Después de una década acusaron a la UE de neocolonialismo, explotación, de promover injusticias económicas; se quejaron de la falta de trabajos y del déficit democrático. Mientras, aprendieron a las malas que no son el mismo tipo de europeos que los que viven en el oeste, que algunos son más europeos que otros, que vivir en la periferia y venir de otro tiempo simplemente te convierte en un europeo de segunda clase.

Sin embargo, bajo la presión del Estado comunista para conformarse y obedecer, el nacionalismo demostró ser vital y una fuerza positiva, que mantuvo vivas la identidad nacional, la cultura, la lengua y la religión. Por lo tanto, cuando muchos comenzaron a percibir la globalización como una nueva amenaza, incluso un nuevo tipo de totalitarismo, especialmente en Europa del este, pero también progresivamente en el oeste, el mismo tipo de “mecanismo de protección” de la identidad se activó de nuevo, volviendo a lo que ya era familiar. Muchos europeos desarrollaron algo similar a lo que Zygmunt Bauman llamaba “Retrotopía”: la “rehabilitación de un modelo de comunidad tribal”. Volvieron a lo que había antes, imaginando ese pasado más que realmente recordándolo. ¿Se debería llamar nostalgia? Es más que eso: según Bauman, es más una forma restaurativa, antimoderna de nostalgia; un resurgimiento nacionalista que alcanzó su máxima expresión en las guerras de Yugoslavia y que actualmente atrae a los votantes de toda Europa y más allá.

En vez de disminuir, las frustraciones son cada vez mayores. Claramente, el mecanismo para expresar estas frustraciones es la proliferación de partidos de extrema derecha y los movimientos separatistas. Pero ¿qué les activa ahora? ¿Qué provoca eslóganes como “Sangre limpia”, o la creciente aceptación de nacionalismos extremos y xenofobia entre los jóvenes de Hungría, Eslovaquia y la República Checa? O en Polonia, uno de los pocos países de la UE que, por ejemplo, no sufrió ninguna recesión después de la crisis financiera. Había pocos problemas económicos, e incluso menos inmigración. Pero en Polonia los medios de comunicación controlados por el gobierno emitían casi cada noche denuncias de crímenes cometidos por musulmanes en Europa.

El historiador y antiguo disidente polaco Adam Michnik dice que el nacionalismo es como un virus: está dormido en cada organismo y en cada sociedad pero se puede despertar cuando las condiciones son las adecuadas. Hablaba de las guerras en la antigua Yugoslavia. Pero ¿qué podríamos considerar “condiciones adecuadas” ahora? Aparentemente, los poderes establecidos han subestimado –de nuevo– el poder de la emoción.

Se ha convertido en algo obvio que en la raíz de las pasiones nacionalistas se encuentra el miedo: el miedo real o imaginario a que los inmigrantes puedan cambiar nuestra vida. Si la propaganda nacionalista consigue crear miedo en la gente, entonces el siguiente paso hacia el conflicto ya está tomado, primer obstáculo superado. Una sensación de inseguridad crea miedo en el Otro, una clausura, una barrera hacia los Otros que, finalmente, desemboca en una agresión. Aunque el nacionalismo en Yugoslavia hace treinta años no tenía las mismas raíces históricas que el nacionalismo contemporáneo en, digamos, España o Italia hoy, da miedo observar la repetición de los mismos patrones. Porque el mecanismo psicológico de usar el miedo para provocar odio funciona de la misma manera: empleando palabras.

Cuando se habla de las precondiciones psicológicas para la violencia y los conflictos que el nacionalismo podría provocar, la precondición absoluta es la violencia en las palabras, el lenguaje en sí mismo. Si el nacionalismo necesita un enemigo, debe estar claro quién es este enemigo. De hecho, tiene el poder de crear el enemigo al nombrarlo. Por tanto, a través de los medios de comunicación la máquina de propaganda nacionalista introduce el lenguaje de la división, la sospecha y, finalmente, el odio. Si hay una historia de problemas entre las dos partes (como en Cataluña, el País Vasco, Bélgica o el este de Ucrania), mucho mejor, porque entonces se puede usar y manipular para dividir a la gente y exaltar emociones. Para eso se necesita un lenguaje duro. El uso de palabras agresivas prepara el conflicto. Hoy escuchamos las mismas palabras y vocabulario que se usaban hace décadas.

Parece que, curiosamente, los problemas que se perciben como reales –la crisis económica, la pérdida de fe en el compromiso político y en los políticos, y en la burocracia de Bruselas y la unidad europea, así como el colapso del sistema de bienestar en la socialdemocracia y el principio de solidaridad– eran menos importantes para desatar las fuerzas del nacionalismo. El desencadenante inmediato para el descontento masivo se convirtió en el flujo de inmigrantes, o más bien la manipulación política que se hizo de eso. Por ejemplo, el grito de Marine Le Pen “Devolvednos Francia” o el póster del partido Alternative für Deutschland (afd) alemán “Paremos la islamización”. Hay muchos ejemplos.

Es el miedo a la inmigración lo que conecta, por ejemplo, a los separatistas de España con la juventud de derechas polaca, al afd alemán con la Francia de Le Pen, a la Hungría de Viktor Orbán con Geert Wilders en Holanda, el partido Verdaderos Finlandeses o los Demócratas de Suecia. La atmósfera social que cultivan hace posible la articulación de exigencias radicales y la explosión de movimientos políticos nativistas por toda la Unión Europea, hasta el punto de que la existencia misma de la unión está siendo cuestionada.

Mientras en Cataluña se están agarrando a un momento de descontento general y ansiedad, y el flujo de inmigrantes no parece desempeñar un papel decisivo en el conflicto, es la respuesta a la presencia de inmigrantes de manera más generalizada la que ha permitido el cambio en la atmósfera europea desde la connivencia hasta la expresión del separatismo. El hecho de que, por ejemplo, Finlandia acogiera solo a unos pocos inmigrantes mientras que Suecia aceptó 280.000 –la cifra más alta de la UE, en términos relativos–, pero que en ambos países haya un resurgimiento del nacionalismo muestra que, a pesar de las cifras reales, la gente está reaccionando con miedo. En el lenguaje de los movimientos de derecha, todos los inmigrantes, además de ser criminales y violadores, son musulmanes y, por tanto, terroristas en potencia. Esta lógica “inmigrantes-igual-a-musulmanes-igual-a-terroristas” es claramente un uso político de la identidad. Este tipo de lenguaje, que reduce las naciones a religiones (y a la vez convierte la religión del enemigo en una amenaza en sí), fue exactamente el tipo de lenguaje que yacía en el fondo de las guerras nacionalistas en la antigua Yugoslavia. Incluso en ese caso, no aprendimos ninguna lección. Ni siquiera una que nos permitiera reconocer las señales y peligros de los nacionalismos, para poder responder inmediatamente.

De la misma manera, a los Otros de hoy –inmigrantes y refugiados– no se les permite ser individuos, ni siquiera miembros de un Estado o una nación. Se les reduce a una identidad religiosa, sin tener en cuenta si ellos mismos son religiosos o no.

Aun así, ¿cuáles son las diferencias, si es que las hay, entre los separatistas catalanes y la Liga Norte por una parte, y los movimientos de derechas y partidos políticos en Polonia, Hungría, Holanda, Finlandia y Alemania, por la otra? Sin tener en cuenta las diferencias históricas, uno podría decir que las divergencias están ahora en el grado de deseo de separación. Algunos ya están a medio camino de la separación, otros quieren irse, mientras que otros quieren la expulsión de los inmigrantes y mantener sus Estados-nación étnicamente limpios. La cuestión es que la política de la exclusión se está convirtiendo en la norma, y los nacionalismos y el nativismo político están creciendo.

La única alianza visible que se está formando en este momento es la que está en contra de la supuesta amenaza de un exceso de musulmanes. Ahora los europeos deben aprender a vivir con el miedo al futuro. La Unión Europea está peligrosamente alterada, y el europeísmo –una identidad en proceso– ha adquirido un nuevo significado: construir un dentro y un fuera, barreras físicas y psicológicas contra la inmigración.

Es una profecía que podría cumplirse por su propia naturaleza: el miedo a los inmigrantes amenaza con destruir el tejido social, político y cultural, y la tradición, la religión y el modo de vida que los europeos quieren proteger. De este modo, como Ivan Krastev escribe en su libro After Europe, los inmigrantes podrían convertirse en quienes determinen el destino de la UE.

Publicado originalmente en Kulturaustausch.

Published 20 November 2018
Original in English
Translated by Ricardo Dudda
First published by KULTURAUSTAUSCH 1/2018 (in German); Eurozine (in English); Letras Libres (in Spanish)

Contributed by Letras Libres © Slavenka Drakulić / Eurozine / Ricardo Dudda / Letras Libres

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