Para ampliar el canon democrático

Cuando recientemente le preguntaron a Amartya Sen cuál había sido el acontecimiento más importante del siglo XX, él contestó sin dudar: el surgimiento de la democracia (1999: 3). Con una visión más pesimista del siglo XX, también Immanuel Wallerstein se preguntaba recientemente cómo la democracia había pasado de ser una aspiración revolucionaria en el siglo XIX a un eslogan adoptado universalmente pero vacío de contenido en el siglo XX (2001: 1). Estas dos posiciones, a pesar de ser muy divergentes, convergen en la constatación de que la democracia asumió un lugar central en el campo político durante el siglo XX. Si continuará ocupando ese lugar en el siglo en el que ahora entramos, es una cuestión abierta.


El siglo XX fue efectivamente un siglo de intensa disputa en torno a la cuestión democrática. Esa disputa, entablada al final de cada una de las guerras mundiales y a lo largo del periodo de la guerra fría, abarcó dos debates principales: en la primera mitad del siglo el debate se centró en torno a lo deseable de la democracia (Weber, 1919; Schmitt, 1926; Kelsen, 1929; Michels, 1949; Schumpeter, 1942).1 Si, por un lado, tal debate fue resuelto a favor de lo deseable de la democracia como forma de gobierno, por otro lado, la propuesta que se tornó la hegemónica al final de las dos guerras mundiales implicó una restricción de las formas de participación y soberanía ampliadas a favor de un consenso en torno a un procedimiento electoral para la formación de gobiernos (Schumpeter, 1942). Esa fue la forma hegemónica de práctica de la democracia en la posguerra, en particular en los países que se volvieron democráticos después de la segunda ola de democratización.

Un segundo debate permeó la discusión en torno a la democracia posterior a la Segunda Guerra Mundial: se trata del debate acerca de las condiciones estructurales de la democracia (Moore, 1966; O’Donnell, 1973; Przeworski, 1985) que fue también un debate sobre la compatibilidad o incompatibilidad entre la democracia y el capitalismo (Wood, 1996).2 Barrington Moore inauguró ese debate en los años 60 a través de la introducción de una tipología de acuerdo con la cual se podrían indicar los países con propensión democrática y los países sin propensión democrática. Para Moore, un conjunto de características estructurales explicaría la baja densidad democrática en la segunda mitad del siglo XX: el papel del Estado en el proceso de modernización y su relación con las clases agrarias; la relación entre los sectores agrarios y los sectores urbanos y el nivel de ruptura provocado por el campesinado a lo largo del proceso de modernización (Moore, 1966). El objetivo de Moore era explicar por qué la mayoría de los países no era democrática ni podría llegar a serlo sino por el cambio de las condiciones que en ellos prevalecían. Sin embargo, un segundo debate se articulaba a los dos requisitos estructurales de la democracia, el debate sobre las virtualidades redistributivas de la democracia. Tal debate partía de la presuposición de que en la medida que ciertos países ganaban la batalla por la democracia, junto con la forma de gobierno pasaban a usufructuar de una cierta propensión distributiva caracterizada por la llegada de la socialdemocracia al poder (Przeworski, 1985). Habría por lo tanto, una tensión entre capitalismo y democracia, tensión que, una vez resuelta a favor de la democracia, pondría límites a la propiedad e implicaría ganancias distributivas para los sectores sociales menos favorecidos. Los marxistas, por su parte, entendían que esa solución exigía la descaracterización total de la democracia, una vez que en las sociedades capitalistas no era posible democratizar la relación fundamental donde se asentaba la producción material, la relación entre el capital y el trabajo. De ahí que, en el ámbito de ese debate, se discutiesen modelos de democracia alternativos al modelo liberal: la democracia participativa, la democracia popular en los países de la Europa del Este, la democracia desarrollista de los países recién llegados a la independencia.

La discusión democrática de la última década del siglo XX cambió los términos del debate democrático de la posguerra. La extensión del modelo hegemónico, liberal, para el sur de Europa todavía en los años 70 y, posteriormente, para América Latina y la Europa del Este (O’Donnell y Schmitter, 1986) tornaron obsoletos los análisis de Moore y de Przeworski. Parecen poco actuales las perspectivas sobre la democracia de la segunda mitad del siglo XX con sus discusiones sobre los impedimentos estructurales de la democracia, en la medida en que pasamos a tener muchas decenas de países en proceso de democratización, países con enormes variaciones en el papel del campesinado y en sus respectivos procesos de urbanización. Amartya Sen es uno de los que celebra la pérdida de credibilidad de la idea de las condiciones estructurales cuando afirma que la cuestión no es la de saber si un determinado país está preparado para la democracia sino antes partir de la idea de que cualquier país se prepara a través de la democracia (1999: 4). Por otro lado, con el desmoronamiento del Estado de bienestar social, y con los cortes de las políticas sociales a partir de la década de 1980, también parecieran invalidados los análisis de autores como Przeworski o Lipset acerca de los efectos distributivos irreversibles de la democracia. Se reabre, así, la discusión sobre el significado estructural de la democracia en particular para los así llamados países en desarrollo o países del Sur.

A medida que el debate sobre el significado estructural de la democracia cambia sus términos, una segunda cuestión parece entrar en el tema: el problema de la forma de la democracia y de su variación. Esa cuestión recibió la respuesta más influyente en la solución elitista propuesta por Joseph Schumpeter de acuerdo con la cual el problema de la construcción democrática en general debería derivarse de los problemas enfrentados en la construcción de la democracia en Europa en el periodo de entreguerras. A partir de esa respuesta se funda lo que podríamos llamar concepción hegemónica de la democracia. Los principales elementos de esa concepción serían la tan señalada contradicción entre movilización e institucionalización (Huntington, 1968; Germani, 1971); la valorización positiva de la apatía política (Downs, 1956), una idea muy destacada por Schumpeter, para quien el ciudadano común no tenía capacidad o interés político sino para elegir los líderes a los cuales cabría tomar las decisiones (1942: 269); la concentración del debate democrático en la cuestión de los diseños electorales de las democracias (Lijphart, 1984); el tratamiento del pluralismo como forma de incorporación partidaria y disputa entre las elites (Dahl, 1956; 1971) y la solución minimalista al problema de la participación por la vía de la discusión de las escalas y de la complejidad (Bobbio, 1986; Dahl, 1991). Todos esos elementos que podrían ser señalados como constituyentes de una concepción hegemónica de la democracia no logran enfrentar adecuadamente el problema de la cualidad de la democracia que volvió a la superficie con la así llamada “tercera ola de democratización”. Cuanto más se insiste en la fórmula clásica de la democracia de baja intensidad, menos se logra explicar la paradoja de que la extensión de la democracia ha traído consigo una enorme degradación de las prácticas democráticas. Además, la expansión global de la democracia liberal coincidió con una grave crisis de ésta en los países centrales donde más se había consolidado, una crisis que es conocida como la doble patología: la patología de la participación, sobre todo en vista del aumento dramático del abstencionismo; y la patología de la representación, el hecho de que los ciudadanos se consideraran cada vez menos representados por aquellos que eligieron. Al mismo tiempo, el fin de la guerra fría y la intensificación de los procesos de globalización implicaron una revaloración del problema de la homogeneidad de la práctica democrática.

La variación en la práctica democrática es vista con mayor interés en el debate democrático actual rompiendo con las adjetivaciones propias del debate político del periodo de la guerra fría -democracias populares versus democracias liberales. Al mismo tiempo y paradójicamente, el proceso de globalización3 suscita un nuevo énfasis en la democracia local y en las variaciones de la forma democrática en el interior del Estado nacional, permitiendo la recuperación de tradiciones participativas en países como Brasil, la India, Mozambique y África del Sur, para restringirnos a los países estudiados en este proyecto. Podemos, por lo tanto, señalar en la dirección de una triple crisis de la explicación democrática tradicional: hay, en primer lugar, una crisis del marco estructural de explicación de la posibilidad democrática (Moore, 1966); hay, en segundo lugar, una crisis de la explicación homogeneizante sobre la forma de la democracia que surgió como resultado de los debates del periodo de entreguerras (Schumpeter, 1942) y hay, en tercer lugar, una nueva propensión a examinar la democracia local y la posibilidad de variación en el interior de los Estados nacionales a partir de la recuperación de tradiciones participativas solapadas en el proceso de construcción de identidades nacionales homogéneas (Anderson, 1991).

En esta introducción, pretendemos dar un paso más mostrando que el debate sobre la democracia a lo largo del siglo XX quedó limitado a dos formas complementarias de hegemonía:4 una primera forma de hegemonía basada en la suposición de que la solución del debate europeo del periodo de entreguerras habría sido el abandono del papel de la movilización social y de la acción colectiva en la construcción democrática (Huntington, 1969); una segunda forma de hegemonía es aquella que suponga que la solución elitista al debate sobre la democracia, con la consecuente supervalorización del papel de los mecanismos de representación, podría ser hegemónica sin que esos últimos necesiten ser combinados con mecanismos sociales de participación (Manin, 1997). En ambos casos, la forma hegemónica de la democracia, la democracia representativa elitista, propone extender al resto del mundo el modelo de democracia liberal representativa vigente en las sociedades del hemisferio norte, ignorando las experiencias y las discusiones oriundas de los países del Sur en el debate sobre la democracia. A partir de una reconstrucción del debate sobre la democracia de la segunda mitad del siglo XX, pretendemos proponer un itinerario contrahegemónico para el debate sobre la democracia, rescatando aquello que quedó entrelíneas de ese debate en ese periodo.

La concepción hegemónica de la democracia en la segunda mitad del siglo Xx.

El debate sobre la democracia en la primera mitad del siglo XX estuvo marcado por el enfrentamiento entre dos concepciones del mundo y su relación con el proceso de modernización de Occidente. Por un lado, la concepción que C. B. MacPherson bautizó como democracia liberal (MacPherson, 1966) y por el otro una concepción marxista de democracia que entendía la autodeterminación en el mundo del trabajo como el centro del proceso de ejercicio de la soberanía por parte de ciudadanos comprendidos como individuos productores (Pateman, 1970). De ese enfrentamiento surgieron las concepciones hegemónicas en el interior de la teoría de democracia que pasaron a fortalecerse en la segunda mitad del siglo XX. Esas concepciones están relacionadas con la respuesta dada a tres cuestiones: la de la relación entre procedimiento y forma; la del papel de la burocracia en la vida democrática; y la de lo inevitable de la representación en las democracias a gran escala. Permítasenos examinar con detalle cada una de esas respuestas.

La cuestión de la democracia como forma no como sustancia fue la respuesta dada por la teoría democrática hegemónica a las críticas hechas por la teoría marxista a la democracia (Marx, 1871; Lenin, 1917). Hans Kelsen formuló esa cuestión en términos neokantianos todavía en la primera mitad del siglo XX. Para él, el punto central era criticar la idea de que la democracia podría corresponder a un conjunto preciso de valores a una forma única de organización política:

quien considera inaccesibles al conocimiento humano la verdad absoluta y los valores absolutos debe considerar posible no sólo la propia opinión, sino también la opinión ajena. Por eso, el relativismo es la concepción del mundo supuesta por la idea de la democracia… La democracia da a cada convicción política la misma posibilidad de expresarse y de buscar el aliento de los hombres a través de la libre concurrencia. Por eso, el procedimiento dialéctico adoptado por la asamblea popular o por el parlamento en la creación de normas, ese procedimiento que se desarrolla a través de discursos y réplicas, fue oportunamente conocido como democrático (Kelsen, 1929: 105-6).

En su primera formulación el procedimentalismo kelsiano intentó articular relativismo moral con métodos para solución de divergencias, métodos que pasaban por el parlamento, así como por formas más directas de expresión (Kelsen, 1929: 142). En este relativismo moral se anunciaba la reducción del problema de la legitimidad al problema de la legalidad, una reducción que Kelsen extrajo de una lectura incorrecta de Weber. Cupo a dos autores, Joseph Schumpeter y Norberto Bobbio, durante el periodo de entreguerras y en el inmediato de la posguerra, transformar el elemento procedimentalista de la doctrina kelsiana de democracia en una forma de elitismo democrático.

Schumpeter toma como punto de partida para su reflexión el mismo elemento que iría a desencadenar la reflexión política de Bobbio: la controversia de la idea de una soberanía popular fuerte asociada a un contenido de sociedad propuesta por la doctrina marxista. Schumpeter critica ese elemento al colocar en su clásico libro Capitalismo, socialismo y democracia, la siguiente pregunta: ¿es posible que gobierne el pueblo? La respuesta dada por Schumpeter a la cuestión es clara e incluye un desarrollo del argumento procedimentalista. Para él, no podemos pensar en la soberanía popular como un posicionamiento racional por la población o por cada individuo acerca de una determinada cuestión. Por lo tanto, el elemento procedimental de la democracia no es ya la forma como el proceso de toma de decisiones remite a la soberanía popular. Para Schumpeter, el proceso democrático es justamente lo contrario: “un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para llegar a decisiones políticas y administrativas” (Shumpeter, 1942: 242). De ese modo, Schumpeter toma una preocupación procedimental, con las reglas para la toma de decisiones y la transforma en método para la constitución de gobiernos. El motivo por el cual la participación es excluida de ese proceso no forma parte de la argumentación procedimental y sí de una teoría de la sociedad de masas que Schumpeter contrabandea al interior de la discusión procedimental.5

Norberto Bobbio da el paso siguiente al transformar el procedimentalismo en reglas para la formación del gobierno representativo. Para él, la democracia se constituye de un conjunto de reglas para la formación de mayorías, entre las cuales valdría la pena destacar el peso igual de los votos y la ausencia de distinciones económicas, sociales, religiosas y étnicas en la constitución del electorado (Bobbio, 1979). Vale la pena, por lo tanto, observar que la primera vía de afirmación de la concepción hegemónica de democracia en la posguerra es una vía que lleva del pluralismo valorativo a la reducción de la soberanía y, en seguida, al pasaje de una discusión amplia sobre las reglas del juego democrático a la identificación de la democracia con las reglas del proceso electoral. En ningún momento queda claro en el itinerario que va de Kelsen a Schumpeter y Bobbio por qué el procedimentalismo no comporta formas ampliadas de democracia.6 Por el contrario, la reducción del procedimentalismo a un proceso de elecciones de elites parece un postulado ad hoc de la teoría hegemónica de la democracia, postulado éste incapaz de dar una solución convincente a dos cuestiones principales: la cuestión de saber si las elecciones agotan los procedimientos de autorización por parte de los ciudadanos, y la cuestión de saber si los procedimientos de representación agotan la cuestión de la representación de la diferencia. Volveremos a esos puntos más adelante cuando discutamos las nuevas formas de procedimentalismo participativo que surgieron en los países del Sur.

Una segunda discusión fue central en la consolidación de la concepción hegemónica de democracia: la forma como la burocracia y su carácter indispensable fue siendo traída al centro de la teoría de democracia. El origen de ese debate también remite al periodo de entreguerras y al debate entre liberalismo y teoría marxista. Max Weber inauguró esa línea de cuestionamiento de la teoría clásica de la democracia al poner en el interior del debate democrático de principios del siglo lo inevitable de la pérdida de control sobre el proceso de decisión política y económica por los ciudadanos y su control creciente por formas de organización burocrática. El motivo principal por el cual la concepción de Rousseau de una gestión participativa no prevaleció fue el surgimiento de formas complejas de administración estatal que llevaron a la consolidación de burocracias especializadas en la mayor parte de los campos de discusión orientados por el Estado moderno. Para Weber, “la separación del trabajador de los medios materiales de producción, destrucción, administración, investigación académica y finanzas en general es la base común del Estado moderno, en sus esferas política, cultural y militar” (Weber, 1978, II: 1394). La colocación de Weber, que está en diálogo directo con las formulaciones de Marx en A guerra civil na frança (La guerra civil en Francia), es un intento de mostrar que el surgimiento de la burocracia no deviene de la organización de clase de la sociedad capitalista ni es un fenómeno restricto a la esfera de la producción material. Para Weber, la burocracia está ligada al surgimiento y desarrollo del Estado moderno, y la separación entre trabajadores y medios de producción constituye un fenómeno general e inclusivo que abarca no sólo a los trabajadores, sino también a los militares, los investigadores científicos y todos los individuos insertados en actividades complejas en el campo de la economía y del Estado. Weber, sin embargo, no tenía la intención de asociar realismo sociológico con aspiración política. Al contrario, para Weber, el fenómeno de la complejidad creaba problemas al funcionamiento de la democracia en la medida en que creaba una tensión entre soberanía creciente, en el caso el control de los gobiernos por los gobernados, y soberanía decreciente, en el caso de los gobernados por la burocracia. De ahí el pesimismo de Weber ante el doble surgimiento de la “jaula de fierro” del “mundo administrado” y del peligro de acciones emotivopasionales instigadoras de nuevos poderes carismáticos.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la discusión sobre complejidad y la inevitabilidad de la burocracia se fue fortaleciendo en la misma medida en que las funciones del Estado también fueron creciendo con la institución del welfare state en los países europeos (Esping-Angerson, 1990; Shonfield, 1984). Con el crecimiento de las funciones del Estado ligadas al bienestar social, la discusión sobre el interés en el crecimiento de la burocracia fue cambiando de tono y adquiriendo una connotación positiva (la excepción aquí es la obra de Michel Foucault). En el campo de la teoría democrática, Norberto Bobio fue, una vez más, el autor que sintetizó el cambio de perspectiva en relación a la desconfianza weberiana con el aumento de la capacidad de control de la burocracia sobre el individuo moderno. Para Bobbio,

a medida que las sociedades pasaron de una economía familiar a una economía de mercado, de una economía de mercado a una economía protegida, regulada y planificada, aumentaron los problemas políticos que requieren competencias técnicas. Los problemas técnicos exigen, a su vez, expertos, especialistas… Tecnocracia y democracia son antitéticas: si el protagonista de la sociedad industrial es el especialista, imposible que llegue a ser el ciudadano común (Bobbio, 1986: 33-34).

O sea que Bobbio radicaliza el argumento weberiano al afirmar que el ciudadano, al efectuar la opción por la sociedad de consumo de masa y por el Estado de bienestar social, sabe que está desistiendo del control sobre las actividades políticas y económicas por él ejercidos a favor de burocracias privadas y públicas. Sin embargo, una cuestión no parece resuelta por los teóricos que argumentan a favor de la sustitución de los mecanismos de ejercicio de la soberanía por parte de los ciudadanos por el aumento del control de la burocracia sobre la política. Se trata del escepticismo sobre la capacidad de las formas burocráticas de gestión que luchan con la creatividad y que absorben el conjunto de las informaciones contenidas en la gestión pública (Domingues, 1997; Fung, 2002). Las formas burocráticas descritas por Weber y Bobbio son monocríticas en la forma como dirigen el personal administrativo y en la forma como defienden una solución homogeneizante para cada problema enfrentado en cada jurisdicción. O sea, la concepción tradicional de gestión burocrática defiende una solución homogénea para cada problema, a cada nivel de gestión administrativa, en el interior de una jurisdicción administrativa. Sin embargo, los problemas administrativos exigen cada vez más soluciones plurales en las cuales la coordinación de grupos distintos y soluciones diferentes ocurren en el interior de una misma jurisdicción (Sabel, 1997). El conocimiento retenido por los actores sociales pasa, así, a ser un elemento central que no puede ser apropiado por las burocracias para la solución de problemas de gestión. Al mismo tiempo, se vuelve cada vez más claro que las burocracias centralizadas no están en condiciones de agregar o lidiar con el conjunto de las informaciones necesarias para la ejecución de políticas complejas en las áreas social, ambiental o cultural (Sabel et al., 1999). Ahí residiría el motivo de la reinserción en el debate democrático de los así llamados “arreglos participativos”.

Hay todavía un tercer elemento que forma parte de la concepción hegemónica de la democracia, que es la percepción de que la representatividad constituye la única solución posible en las democracias de gran escala al problema de la autorización. Robert Dahl fue, entre los autores de la posguerra, quien defendió esa posición con mayor énfasis. Para él,

cuanto menor sea una unidad democrática mayor será el potencial para la participación ciudadana y menor será la necesidad para los ciudadanos de delegar las decisiones de gobierno a sus representantes. Cuanto mayor sea la unidad, mayor será la capacidad para lidiar con problemas relevantes para los ciudadanos y mayor será la necesidad de los ciudadanos de delegar decisiones a sus representantes. (Dahl, 1998: 110).

La justificación de la representación por la teoría hegemónica de la democracia está basada en la cuestión de la autorización. Dos tipos principales de pilares sustentan el argumento de la autorización: el primer pilar trata respecto al problema del consenso de los representantes y surgió, en el interior de la teoría democrática clásica, en oposición a las formas de alternancia en el proceso de toma de decisiones propio de las formas de democracia directa (Manin, 1997). De acuerdo con esa concepción, el ejercicio directo de la gestión propio de las antiguas ciudades-estado o de las repúblicas italianas incluía la falta de la autorización, que era sustituida por la idea de igual derecho a la ocupación de los cargos de decisión política. A medida que la idea del consenso surge en el interior de los debates sobre una teoría racional de la política, el sorteo, propio de las formas republicanas de decisión, deja de tener sentido y es sustituido por la idea del consenso7, es decir, por algún mecanismo racional de autorización.

La segunda forma de justificación del tema de la representación remite a Stuart Mill y a la cuestión de la capacidad de las formas de representación de que expresen las distribuciones de las opiniones en el nivel de la sociedad. Para Mill, la asamblea constituye una miniatura del electorado y toda asamblea representativa es capaz de expresar las tendencias dominantes del electorado. Tal abordaje llevó a la concepción hegemónica de democracia a centrarse en el papel de los sistemas electorales en la representación del electorado (Lipjart, 1984). La concepción hegemónica de la democracia, al abordar el problema de la representación, ligándolo exclusivamente al problema de las escalas, ignora que la representación abarca por lo menos tres dimensiones: la de la autorización, la de la identidad y la de la rendición de cuentas (esta última introducida en el debate democrático muy recientemente). Si es verdad que la autorización vía representación facilita el ejercicio de la democracia en escala ampliada, como argumenta Dahl, también es verdad que la representación dificulta la solución de las otras dos cuestiones: la de la rendición de cuentas y la de la representación de múltiples identidades. La representación no es garantía, por el método de la toma de decisiones por mayoría, que identidades minoritarias irán a tener la expresión adecuada en el parlamento; la representación al diluir la rendición de cuentas en un proceso de representación del representante en el interior de un bloque de cuestiones, también dificulta la fragmentación del proceso de rendición de cuentas (Arato, 2000; Przeworski et al., 1999: 32). De esa manera, llegamos a un tercer límite de la teoría democrática hegemónica: la dificultad de representar agendas e identidades específicas. Volveremos a este punto en la parte final de esta introducción.

Es posible, por lo tanto, observar que la teoría hegemónica de la democracia, en el momento en que es reabierto el debate democrático con el fin de la guerra fría y la profundización del proceso de globalización, está frente a un conjunto de cuestiones no resueltas que remiten al debate entre democracia representativa y democracia participativa. Esas cuestiones se colocan de manera más aguda en aquellos países en los cuales existe mayor diversidad étnica; entre aquellos grupos que tienen mayor dificultad para que sus derechos sean reconocidos (Benhabib, 1996; Young, 2000); en los países en los cuales la cuestión de la diversidad de intereses choca con el particularismo de elites económicas (Bóron, 1994). En la sección siguiente, intentaremos recuperar aquello que denominaremos “concepción no hegemónica de la democracia”, tratando de mostrar cómo los problemas señalados en esa sección pueden ser articulados a partir de una óptica diferente.

1. Las concepciones no hegemónicas de la democracia en la segunda mitad del siglo xx.

El periodo de la posguerra no asistió sólo a la formación y a la consolidación del elitismo democrático. A lo largo de la formación de una concepción hegemónica de la democracia como práctica restricta de legitimación de gobiernos, surgió también, en el periodo de la posguerra, un conjunto de concepciones alternativas que podríamos denominar contrahegemónicas. La mayoría de estas concepciones no rompió con el procedimentalismo kelseniano. Mantuvieron la respuesta procedimental al problema de la democracia, vinculando procedimiento con forma de vida y entendiendo la democracia como forma de perfeccionamiento de la convivencia humana. De acuerdo con esa concepción, que puede encontrarse en la obra de autores como Lefort, Castoriadis y Habermas, en los países del Norte, (Lefort, 1986; Castoriadis, 1986; Habermas, 1984; Habermas 1995) y Lechner, Nun y Bóron en los países del Sur (Lechner, 1988; Bóron, 1994; Nun, 2000) la democracia es una gramática de organización de la sociedad y de la relación entre el Estado y la sociedad:

la democracia se revela, así, la sociedad histórica, por excelencia, la sociedad que por su forma acoge y preserva la indeterminación en contraste notable con el totalitarismo que, edificándose bajo el signo de la creación del nuevo hombre, en la realidad, se esfuerza contra esa indeterminación (Lefort, 1986: 31).

Es posible, por lo tanto, observar que la preocupación que está en el origen de las concepciones no hegemónicas de democracia es la misma que está en el origen de la concepción hegemónica pero que recibe una respuesta diferente. Se trata de negar las concepciones sustantivas de razón y las formas hemogeneizadoras de organización de la sociedad, reconociendo la pluralidad humana. Sin embargo, el reconocimiento de la pluralidad humana se da no sólo a partir de la suspensión de la idea del bien común, como proponen Schumpeter, Downs y Bobbio, sino a partir de dos criterios distintos: el énfasis en la creación de una nueva gramática social y cultural y el entendimiento de la innovación social articulada como la innovación institucional, es decir, con la búsqueda de una nueva institucionalidad de la democracia. Desarrollamos en seguida ambos aspectos.

El problema de la democracia en las concepciones no hegemónicas está estrechamente ligado al reconocimiento de que la democracia no constituye un mero accidente o una simple obra de ingeniería institucional. La democracia constituye una nueva gramática histórica. No se trata en ese caso, como en Barrington Moore, de meditar las determinaciones estructurales para la constitución de esa nueva gramática. Se trata, sí, de observar que la democracia es una forma sociohistórica y que tales formas no son determinadas por cualesquier tipos de leyes naturales. Explotando esa veta, Castoriadis nos proporciona elementos para pensar la crítica a la concepción hegemónica de democracia: “algunos piensan hoy que la democracia o la investigación racional son autoevidentes, proyectando, así, de manera ingenua la excepcional situación de su propia sociedad para la historia en su conjunto” (Castoriadis, 1986: 274). La democracia, en ese sentido, siempre implica ruptura con tradiciones establecidas, y, por lo tanto, la tentativa de institución de nuevas determinaciones, nuevas normas y nuevas leyes. Es esa la indeterminación producida por la gramática democrática, en vez nada más de la indeterminación de no saber quién será el nuevo ocupante de una posición de poder.8

Pensar la democracia como ruptura positiva en la trayectoria de una sociedad implica abordar los elementos culturales de esa misma sociedad. Una vez más, se abre aquí el espacio para discutir el procedimentalismo y sus dimensiones sociales. En el interior de las teorías contrahegemónicas, Jürgen Habermas fue el autor que abrió el espacio para que el procedimentalismo pasase a ser analizado como práctica social y no como método de constitución de gobiernos. Habermas amplió el procedimentalismo, volviendo a introducir la dimensión social originalmente resaltada por Kelsen, al proponer dos elementos en el debate democrático contemporáneo: en primer lugar, una condición de publicidad capaz de generar una gramática social. Para Habermas, la esfera pública es un espacio en el cual los individuos -mujeres, negros, trabajadores, minorías raciales- pueden cuestionar en público9 una condición de desigualdad en la esfera privada. Las acciones en público de los individuos les permiten cuestionar su exclusión de arreglos públicos a través de un principio de deliberación social que Habermas denomina principio D: “sólo son válidas aquellas normas-acciones que cuentan con el asentimiento de todos los individuos participantes de un discurso racional” (Habermas, 1995). Al postular un principio de deliberación amplio, Habermas vuelve a colocar en el interior de la discusión democrática un procedimentalismo social y participativo, estableciendo un sello en la vía que condujo de Kelsen a Schumpeter y Bobbio. De acuerdo con esa concepción, el procedimentalismo tiene su origen en la pluralidad de las formas de vida existentes en las sociedades contemporáneas. Para ser plural, la política ha de contar con el asentimiento de esos actores en procesos racionales de discusión y deliberación. Por lo tanto, el procedimentalismo democrático no puede ser, como supone Bobbio, un método de autorización de gobiernos. Ha de ser, como nos muestra Joshua Cohen, una forma de ejercicio colectivo del poder político cuya base sea un proceso libre de presentación de razones entre iguales (Cohen, 1997: 412). De esa manera, la recuperación de un discurso argumentativo (Santos, 2000) asociado al hecho básico del pluralismo y a las diferentes experiencias es parte de la reconexión entre procedimentalismo y participación. En ese caso, se muestran patentemente insuficientes los procedimientos de agregación propios a la democracia representativa y se ponen en evidencia las experiencias de procedimentalismo participativo de países del Sur, como el presupuesto participativo en Brasil o la experiencia de los Panchayats en la India.

Hay todavía un segundo elemento extremadamente importante para ser discutido, que es el papel de movimientos sociales en la institucionalización de la diversidad cultural. Esa cuestión, que ya se anticipó en la crítica a la teoría hegemónica hecha por Leforte y Castoriadis, se va a presentar más claramente en el debate democrático a partir de la teoría de los movimientos sociales. Partiendo de Williams (1981), para quien la cultura constituye una dimensión de todas las instituciones -económicas, sociales y políticas-, diversos autores pasaron a resaltar, en el campo de la teoría de los movimientos sociales, el hecho de que la política incluye una disputa sobre un conjunto de significaciones culturales. Esa disputa llevó a una ampliación del campo de lo político en el cual ocurriría una disputa por la resignificación de prácticas (Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998). Los movimientos sociales estarían insertados en movimientos por la ampliación de lo político, por la transformación de prácticas dominantes, por el aumento de la ciudadanía y por la inserción en la política de actores sociales excluidos. Esta literatura sobre resignificación de las prácticas democráticas tuvo impacto particularmente alto en la discusión democrática en América Latina, donde fue asociada al problema de la transformación de la gramática social. Lechner afirma, con relación a los procesos de democratización en curso, que

en América Latina, la actual revalorización de los procedimientos e instituciones formales de la democracia no puede apoyarse en hábitos establecidos y normas reconocidas por todos. No se trata de restaurar normas regulatorias sino de crear aquellas constitutivas de la actividad política: la transición exige la elaboración de una nueva gramática (Lechner, 1988: 32)

Así, en el caso de diferentes países del Sur, la redemocratización no pasó por el desafío de límites estructurales de la democracia, como suponía la discusión sobre democracia en los años 60. Lo que la democratización hizo fue, al insertar nuevos actores en la escena política, instaurar una disputa por el significado de la democracia y por la constitución de una nueva gramática social. Al generar este tipo de disputa, la extensión de la democracia que empezó en el Sur de Europa en los años 70 y llegó a América Latina en los años 80 volvió a colocar en la agenda de la discusión sobre la democracia las tres cuestiones discutidas líneas arriba.

En primer lugar, volvió a colocar en el debate democrático la cuestión de la relación entre procedimiento y participación social. Debido a la gran participación de los movimientos sociales en los procesos de democratización en los países del Sur, especialmente en los países de América Latina (Escobar y Álvarez, 1992; Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998; Doimo, 1995; Jelin y Herschberg, 1996; Avritzer, 2002), el problema de la constitución de una gramática social capaz de cambiar las relaciones de género, de raza, de etnia y el privatismo en la apropiación de los recursos públicos puso en el orden del día el problema de la necesidad de una nueva gramática social y una nueva forma de relación entre Estado y sociedad. Esa gramática implicó la introducción del experimentalismo en la propia esfera del Estado, transformando el Estado en un novísimo movimiento social (Santos, 1998: 59-74).

En segundo lugar, el aumento de la participación social también llevó a una redefinición sobre la adecuación de la solución no participativa y burocrática al nivel local, volviendo a colocar el problema de la escala en el interior del debate democrático. La mayor parte de las experiencias participativas en los países recién democratizados del Sur tiene su éxito relacionado con la capacidad de los actores sociales de transferir prácticas e informaciones del nivel social al nivel administrativo. Al mismo tiempo, las innovaciones institucionales que parecen exitosas en los países del Sur están relacionadas a lo que Castoriadis denomina instauración de un nuevo eidos, es decir, de una nueva determinación política basada en la creatividad de los actores sociales.

En tercer lugar, se coloca el problema de la relación entre representación y diversidad cultural y social. En la medida que aumenta el número de los actores incluidos en la política, la diversidad étnica y cultural de los actores sociales y los intereses contenidos en arreglos políticos, el argumento de S. Mill acerca de la representatividad pierde credibilidad. Los grupos más vulnerables socialmente, los sectores sociales menos favorecidos y las etnias minoritarias no logran que sus intereses sean representados en el sistema político con la misma facilidad que el de los sectores mayoritarios o económicamente más prósperos. De igual manera, formas de relativización de la representatividad (Young, 2000) o de articulación entre democracia representativa y democracia participativa (Santos, 1998) parecen más promisorios en la defensa de intereses e identidades subalternas. Por estas razones, la democracia participativa es considerada en este proyecto de investigación uno de los grandes cinco campos sociales y políticos en los cuales, al principio del nuevo siglo, está siendo reinventada la emancipación social. En la próxima sección presentaremos una síntesis de los casos estudiados en este proyecto.

Democracia participativa en el sur en el siglo XXI.

La reivención de la democracia participativa en los países del Sur está íntimamente ligada a los recientes procesos de democratización por los cuales pasaron esos países. Estamos tratando, por lo tanto, de países que dentro de la lógica hegemónica posterior a la Segunda Guerra Mundial no estuvieron en el así llamado campo democrático. A pesar de que la Segunda Guerra Mundial había terminado con la derrota del fascismo, ese sistema de gobierno continuó predominando en el sur de Europa hasta los años 70, especialmente en Portugal, donde se vigorizó durante 48 años. Hasta 1975 Mozambique vivió bajo el yugo colonial y África del Sur, hasta fines de la década de 1980, bajo el régimen del apartheid. Brasil y Colombia son países que estuvieron, aunque muy ambiguamente, por algún tiempo en el campo democrático: Brasil, alternando periodos autoritarios y periodos democráticos hasta 1985 y Colombia, viviendo, desde los años 60, una democracia truncada por sucesivos estados de emergencia y por la guerra civil. La excepción es la India, el único de los países estudiados que permaneció democrático durante todo el periodo, sólo interrumpido por la declaración del estado de emergencia en 1977. Aun así, fue sólo con la llamada “tercera ola de democratización” que experiencias participativas como la de Kerala fueron posibles.

Todos los países incluidos en este proyecto pasaron por procesos de transición o de ampliación democrática a partir de los años 70. Portugal fue uno de los países por los cuales se inició la llamada tercera ola de democratización todavía en los años 70. Brasil y África del Sur fueron países alcanzados por la ola de democratización en los años 80 y 90, lo mismo sucedió con Mozambique, después de haber pasado por la experiencia revolucionaria y socialista en la primera década posterior a su independencia. Colombia siguió una vía diferente: a pesar de no haber tenido un régimen autoritario-militar, al contrario de lo que sucedió con la mayoría de los otros países de América Latina, realizó a principios de los años 90 un gran esfuerzo de negociación social que desembocó en una nueva Constitución y una ley de participación ciudadana. La India puede ser considerada, entre los países del Sur, aquel con mayor continuidad democrática, aunque algunos de los importantes procesos de democracia participativa en el país estén ligados a la descentralización y a tradiciones de participación diferenciadas en el nivel local, recientemente rescatadas.

En todos los casos, junto con la ampliación de la democracia o su restauración, hubo también un proceso de redefinición de su significado cultural o de la gramática social vigente. Así, todos los casos de democracia participativa estudiados se inician con un intento de disputa por el significado de determinadas prácticas políticas, por un intento de ampliación de la gramática social y de incorporación de nuevos actores o de nuevos temas a la política. En el caso de Portugal, Arriscado y Serra muestran cómo, durante la crisis revolucionaria por la que pasó el país después del derrocamiento del régimen autoritario, el SAAL (Servicio Ambulante de Apoyo Local), redefinió la idea de derechos y condiciones de vivienda creando el así llamado “derecho al lugar”. Durante el proceso brasileño de democratización y de constitución de actores comunitarios surgió de modo semejante la idea del “derecho a tener derechos” (Sader, 1988; Dagnino, 1994) como parte de la redefinición de los nuevos actores sociales. La misma redefinición se detecta en muchos de los casos citados en este volumen: en el caso de la marcha de los cocaleros (campesinos plantadores y recolectores de coca) en Colombia, Ramírez muestra que la lucha contra la fumigación de las plantaciones de coca expresa un intento de los campesinos de la región amazónica de recuperar, en un contexto marcado por la violencia externa, el reconocimiento de una identidad alternativa a la construida por el Estado con respecto a ellos. Considerados por el Estado narcotraficantes y simpatizantes de la guerrilla, los campesinos reivindican ser reconocidos como actores sociales independientes y ciudadanos del país y de Putumayo, identificando su condición de ciudadano con una política voluntaria de erradicación de la coca para ser negociada con el gobierno de Colombia. Clemencia Ramírez muestra cómo ese movimiento implicó asociar la ciudadanía a una definición de vínculo. Al demandar ese reconocimiento “se busca lograr una representación frente al Estado como grupo diferenciado con voz para decidir conjuntamente con él políticas sobre el bienestar de los habitantes de Putumayo”. Todavía en Colombia, Uribe muestra cómo San José de Apartadó, al crear el status de “comunidad de paz”, reivindica la legitimidad de una autorrepresentación alternativa, a la que les es conferida tanto por el Estado como por los actores violentos (guerrilla y paramilitares). Por su parte, Osorio muestra las diferentes estrategias de negociación de las mujeres mozambiqueñas con miras a su inserción en el juego político dominado por los hombres. Para ella, en el contexto de un Estado poscolonial que intenta definir externamente una identidad de la mujer “moderna”, surge la construcción social de una identidad femenina que conduce a “una apropiación diferenciada de las finalidades de la acción política” incluso cuando hombres y mujeres forman parte de las mismas organizaciones políticas. La misma concepción de identidad puede ser vista en los casos de la India y de África del Sur. D. L. Sheth muestra cómo la hegemonía del modelo de democracia liberal en la India no impidió el surgimiento de movimientos sociales alentados por ideales participativos y principios de solidaridad social interpretados a la luz de una concepción ghandiana de autogobierno (swaraj). Buhlungu muestra la pujanza de las nuevas formas de solidaridad e identidad que surgieron a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990 a partir de la lucha antiapartheid en África del Sur, protagonizadas por dos fuertes actores colectivos: el movimiento cívico y el movimiento sindical.

Así, es posible mostrar que, a pesar de las muchas diferencias entre los diferentes procesos políticos analizados, hay algo que los une, un trazo común que remite a la teoría contrahegemónica de la democracia: los actores que implantaron las experiencias de democracia participativa pusieron a discusión una identidad que les fuera atribuida externamente por un Estado colonial o por un Estado autoritario y discriminador. Reivindicar derechos de vivienda (Portugal), derechos a bienes públicos distribuidos localmente (Brasil), derechos de participación y de reivindicación del reconocimiento de la diferencia (Colombia, India, África del Sur y Mozambique) implica cuestionar una gramática social y estatal de exclusión y proponer, como alternativa, otra más inclusiva.

Lo que está a discusión en estos procesos es la constitución de un ideal participativo e inclusivo como parte de los proyectos de liberación del colonialismo -India, África del Sur y Mozambique- o de democratización -Portugal, Brasil y Colombia. La India tuvo un movimiento por su independencia, muy influenciado por la filosofía y práctica de Gandhi, que traía consigo la afirmación de un proyecto autónomo de país. Como afirma Sheth, tal movimiento de liberación, en sus vertientes gandhiana, aunque también socialista y comunista, implicó un amplio proyecto de incorporación de las masas indias, movimiento que llevó a una Constitución que fue entendida no sólo como un documento de organización política sino también como “una agenda para la transformación social y política de una India independiente”. Esa agenda incluía fuertemente la idea de la participación y de la inclusión política de las castas tribales pobres y marginadas. Buhlungu nos muestra una agenda semejante en el caso de África del Sur, ya que la lucha contra el apartheid fue inspirada por el ideal participativo que reivindicaba simultáneamente la igualdad de la ciudadanía y el reconocimiento de la diferencia. Para Buhlungu, cada movimiento emancipador “inspira una visión de libertad o de liberación que contiene, a su vez, la promesa de una forma de democracia participativa e inclusiva”. En el caso de Mozambique la institucionalización de la democracia liberal ocurrió en los escombros de una experiencia revolucionaria dominada por los ideales de participación aunque, en la práctica, muchas veces truncados por el autoritarismo revolucionario y por la dominación sexista. Así, un trazo común a los movimientos poscoloniales es la importancia de la democracia participativa. Ella es importante, porque como nos dice Castoriadis, crea una normatividad poscolonial imaginaria en la cual la democracia, como proyecto de inclusión social de y innovación cultural, es el intento de institución de una nueva soberanía democrática.

Por su parte, los procesos recientes de democratización también incorporan ese elemento de institución de la participación. En el caso de Brasil, durante el proceso de democratización movimientos comunitarios reivindicaron en diversas regiones del país, en particular en la ciudad de Porto Alegre, el derecho de participar en las decisiones en el nivel local:

participar significa influir directamente en las decisiones y controlar las mismas (…) Si estamos en una nueva fase en el país, es posible y es necesario que el movimiento comunitario avance e influya directamente, presentando propuestas, discutidas y definidas por el movimiento sobre el presupuesto [público]. (Uampa, 1986; Silva, 2001: 122).

Ese impulso participativo vino a fructificar, entre otras, en las experiencias del presupuesto participativo analizadas por Santos y por Avritzer. En el caso de Portugal, la crisis revolucionaria creó una situación política sui generis que Santos (1990), tomando como referencia la situación de Rusia en el periodo inmediatamente anterior a la Revolución de Octubre, caracterizó como “dualidad de impotencias”, una situación de parálisis del Estado provocada por un vació, tanto del poder burgués, como del poder obrero. Fue en ese momento que florecieron las experiencias de participación popular, independientes o incluso hostiles con relación al Estado en algunos casos, negociando complementariedades con el Estado, en otros, como fue el caso del SAAL analizado por Arriscado y Serra. En el caso de Colombia, la negociación que condujo a la Constitución de 1991 alentó un amplio proceso de participación que condujo al mayor protagonismo y visibilidad política de los actores sociales. Entre ellos debe destacarse el movimiento indígena, que hace mucho venía luchando por su reconocimiento. Uprimny y García-Villegas analizan la manera como ese reconocimiento tuvo lugar en el Tribunal Constitucional, y en el tercer volumen de esta colección el tema indígena será tratado con mayores detalles.

Las vulnerabilidades y ambigüedades de la participación

En la sección anterior intentamos mostrar que los procesos de liberación y los procesos de democratización parecen compartir un elemento común: la percepción de la posibilidad de la innovación entendida como participación ampliada de actores sociales de diferentes tipos en proceso de toma de decisión. En general, estos procesos implican la inclusión de temáticas hasta entonces ignoradas por el sistema político, la redefinición de identidades y vínculos y el aumento de la participación, especialmente en el nivel local.

Estos procesos tienden a ser objeto de intensa disputa política. Como vimos antes, las sociedades capitalistas, sobre todo en los países centrales, consolidaron una concepción hegemónica de democracia, la concepción de la democracia liberal con la cual trataron de estabilizar la tensión controlada entre democracia y capitalismo. Esta estabilización se dio por dos vías: por la prioridad conferida a la acumulación de capital con relación a la distribución socialy10 y por la limitación de la participación ciudadana, tanto individual, como colectiva, con el objetivo de no “sobrecargar” demasiado el régimen democrático con demandas sociales que pudiesen poner en peligro la prioridad de la acumulación sobre la redistribución. El recelo de la “sobrecarga democrática” presidió las transformaciones que, a partir de la década de 1980, se dieron en la teoría y en la práctica democráticas hegemónicas en los países centrales, después exportadas a la semiperiferia y periferia del sistema mundial. La idea de la “sobrecarga democrática” se había formulado en 1975 en un informe de la Comisión Trilateral preparado por Crozier, Huntington y Watanuki (1975). Según estos autores, la sobrecarga era ocasionada por la inclusión política de grupos sociales anteriormente excluidos y por las demandas “excesivas” que hacían a la democracia. De esa manera, podemos observar que en el momento en que, por la vía de la descolonización o de la democratización, el problema de la extensión de la democracia a los países del Sur fue puesto, por primera vez, la concepción hegemónica de la democracia teorizó la cuestión de la nueva gramática de inclusión social como exceso de demandas. Bajo esta luz, es fácil concluir que los procesos de intensificación democrática que hemos analizado tienden a ser fuertemente impugnados por las elites excluyentes, o “elites metropolitanas”, como son llamadas por Sheth. Por combatir intereses y concepciones hegemónicos, estos procesos son muchas veces combatidos frontalmente o descaracterizados por vía de la cooptación o de la integración. En esto residen la vulnerabilidad y la ambigüedad de la participación, presentes en varios de los casos analizados en este volumen.

La fragilidad institucionalizante de la participación está muy patente en el caso portugués, toda vez que el movimiento participativo en torno de la vivienda fue puesto a discusión en cuanto terminó el corto periodo de crisis revolucionaria. Según Arriscado y Serra, “a lo largo de los años, la memoria oficial de la Revolución trató de borrar activamente todos los episodios que, de alguna forma, señalaran la posibilidad de una manera alternativa de organización de la sociedad o de la inclusión de los ciudadanos en el proceso político”.

En el caso de África del Sur, Buhlungu muestra cómo, a medida que se institucionalizó el régimen democrático posapartheid, el Estado, el sistema político y el mismo CNA, que había activado todo el movimiento social en la década de 1980, pasaron a desactivar e incluso a desmovilizar la participación popular, que tan importante había sido en el derrocamiento del apartheid, bajo el pretexto de que la democracia representativa entonces instaurada garantizaba la representación adecuada de los diferentes intereses sociales presentes.

La vulnerabilidad de la participación a la descaracterización, ya sea por la cooptación por los grupos sociales superincluidos, ya por la integración en contextos institucionales que le retiran su potencial democrático y de transformación de las relaciones de poder está bien ilustrada en varios de los casos analizados. En Portugal, las formas de participación ciudadana en los procesos de planeamiento urbano o territorial analizadas por Isabel Guerra revelan en qué medida la participación puede ser transformada en un proceso de control social organizado de arriba hacia abajo (top-down), en el cual intereses y actores hegemónicos encuentran una nueva forma de prevalecer sobre intereses y actores subordinados, con menos capital político o de organización. Para evitar ese peligro, Guerra propone la integración de esas formas de participación en procesos más amplios de negociación social en los cuales los diferentes intereses estén adecuadamente representados, una propuesta a la que llama “de una democracia de gestión a una democracia de proyecto”.

Los casos colombianos analizados igualmente ilustran la vulnerabilidad y la ambigüedad de la participación. Uprimny y García-Villegas muestran cómo la Constitución de 1991 incorporó las fuerzas excluidas y oprimidas, como representantes de grupos guerrilleros desmovilizados, indígenas y minorías religiosas, relativizando así la influencia de los dos partidos que, hasta entonces, habían dominado la escena política colombiana, partidos liberal y conservador:

En ese marco, el diagnóstico de los delegados [a la asamblea constituyente] era el siguiente: la exclusión, la falta de participación y la debilidad en la protección de los derechos humanos serían los factores básicos de la crisis colombiana. Tal diagnóstico explicaría algunas de las orientaciones ideológicas de la Carta de 1991: la ampliación de los mecanismos de participación, la imposición al Estado de deberes relativos a la justicia social y a la igualdad, la incorporación de una gama de derechos y de mecanismos para su protección.

Sin embargo, los autores muestran cómo una contradicción permeó, desde el inicio, el intento de creación de un nuevo orden institucional, ya que actores sociales, tanto en el nivel de gobierno, como en el nivel de la oposición, adoptaron una postura contraria a la pacificación del espacio político y a la ampliación de la participación y de los derechos. El estudio de Uprimny y García-Villegas incide específicamente en el Tribunal Constitucional creado en 1992. Para los autores, el caso colombiano del Tribunal Constitucional muestra cómo en una situación de desmovilización ciudadana la demanda por igualdad y justicia puede transferirse del campo político al campo jurídico:

El desencanto de los colombianos por la política llevó a que ciertos sectores exigieran del poder judicial respuestas a problemas que en principio deberían ser debatidos y resueltos, gracias a la movilización ciudadana, en las esferas políticas. El fenómeno no es exclusivo de nuestro país (Santos, 1995), aunque en el caso colombiano la debilidad de los mecanismos de representación política es más profunda, lo que posibilitó un mayor protagonismo del Tribunal.

Tenemos, así, en el caso colombiano una doble dimensión: por un lado, como los propios autores señalan, Colombia tiene poca tradición de movimientos sociales; por otro lado, muchos de los actores que dominaron la Asamblea Constituyente se debilitaron en los años posteriores. Así, el caso colombiano aparece como un caso de vulnerabilidad de la participación en el cual un escenario de protagonismo judicial muestra el impacto ambiguo de la acción judicial sobre los movimientos sociales.

La vulnerabilidad de la participación en un escenario de conflicto entre gramáticas sociales es expuesta por María Teresa Uribe en un texto dramático en el cual muestra la contradicción entre participación, pacificación del espacio político y guerra civil: se trata del caso de la comunidad de paz de San José de Apartadó. Esa comunidad “decidió adoptar una estrategia común de resistencia civil y desarmada contra la guerra y por el derecho de permanecer en su tierra, comprometiéndose, mediante un pacto público, a no involucrarse con actores armados, incluido ahí el propio Estado”. Localizada en la zona bananera colombiana, un santuario de la guerrilla en el país, San José de Apartadó tiene una posición geográfica estratégica central en el conflicto colombiano. El pacto llamado Comunidad de paz fue anunciado en mayo de 1997 con la ayuda de la diócesis local, de la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz y diferentes ONG. El fuerte apoyo internacional a la declaración de la Comunidad de paz obligó a los paramilitares a respetar la neutralidad.11 Sin embargo, después de dos años, el frágil equilibrio de fuerzas se deshizo: a una primera incursión de los paramilitares, en abril de 1999, siguen diversas incursiones de las fuerzas guerrilleras. Hasta el año de 2000, 83 personas habían sido asesinadas en San José de Apartadó. O sea que es posible observar en el caso colombiano la dependencia entre la profundización de la democracia y la necesidad de constitución de una nueva gramática social basada en la pacificación, lo que implica negociaciones políticas más allá de la escala local.
Aunque con menor grado de confirmación, esta misma complejidad de la participación puede detectarse en Mozambique en el estudio de caso analizado por Osorio. Así, según la autora, la ocupación del espacio político por parte de las mujeres tanto puede contribuir a impugnar el dominio masculino, como a consolidarlo. El caso de Mozambique demuestra que, en las situaciones en las cuales la democracia no implica la renegociación de una gramática más pluralista, manifestada por el aumento de la participación femenina, la propia gramática social entra en conflicto con los mecanismos de funcionamiento del modelo político. La autora distingue tres estrategias adoptadas por las mujeres con relación a la participación política: adaptación a las jerarquías existentes y, por lo tanto, a la superioridad masculina; adopción del modelo masculino como modelo universal, usando el arma de la igualdad formal para hacer avanzar el poder de las mujeres; reivindicación de otro modelo alternativo con capacidad para subvertir las dicotomías en las que se basa el poder masculino. El análisis de Osorio conduce a una reflexión sobre las vulnerabilidades de la democracia. Para ella,

el ejercicio de la democracia, en el contexto de los sistemas globalmente legitimados, deja de satisfacer la demanda de nuevos grupos, como es el caso de las mujeres… [Ese caso implica] la necesidad de acción más plural y transversal a los diferentes espacios de producción de lo político.

Así, la autora muestra que, incluso en situaciones en las cuales existe el aumento de la participación, ese aumento, para tornarse emancipador, necesita adecuarse al intento de recreación de las formas de lo político.

La compleja cuestión de la ambigüedad de la participación es ejemplarmente tratada por Paoli para el caso de Brasil, país en el cual existen elementos para que analicemos tanto experiencias positivas como negativas de participación. Paoli destaca la continuidad de las prácticas de participación entre el proceso de democratización y la actualidad. Según ella,

las prácticas de deliberación participativa en Brasil estuvieron, desde su inicio, ligadas a la visibilidad política de los nuevos movimientos sociales y a la redefinición de prácticas del movimiento obrero en las décadas de 70 y 80. Ellas fueron entendidas a través de una renovada teoría del conflicto social que señalaba a formas de participación popular y luchas plurales demandantes de representación autónoma en el proceso de distribución de bienes públicos y formulación de políticas públicas.

No obstante, el caso por ella analizado -el atavismo social de los empresarios contra la exclusión social- muestra cómo el ideal de la participación de la sociedad civil puede ser cooptado por sectores hegemónicos para liderear la caída de las políticas públicas, sin criticarlo, y, por el contrario, aprovechándolo para realizar una operación de “marketing social”. Como afirma,

es posible observar, por un lado, el posible potencial innovador que la movilización responsable empresarial dirige al desbordamiento de la pobreza y de las oportunidades de vida de la población carente. Por otro lado, es visible que esta movilización impone silencio con respecto a las políticas que profundizan la exclusión social y desorientan políticamente a la propia sociedad brasileña, además de ocupar ventajosamente, en términos de sus intereses particulares, el propio espacio que abre como acción civil para un público.

Paoli muestra específicamente, en el caso de las fundaciones de filantropía empresarial en Brasil, el intento de apropiación de un discurso en torno a la noción de público. Esas fundaciones, al mismo tiempo que resaltan los efectos sociales de sus políticas, tienden a reducir la idea de público a dos categorías: la de los consumidores y la de los empleados de la propia empresa. La autora muestra, así, los peligros de la apropiación del discurso de la democracia participativa por propuestas que no significan mucho más que su reducción a las categorías de la mercantilización.12

Podemos, por lo tanto, sistematizar algunas de las características de los casos en los cuales la participación no llega a vigorizar al final de un proceso de descolonización o democratización. Podemos pensar en por lo menos cuatro casos diferentes: en primer lugar, el caso portugués en el cual las formas de participación son descalificadas al final de un proceso de disputa por la hegemonía de la forma democrática en el cual las fuerzas conservadoras logran imponer su modelo. Podemos pensar en Colombia como un segundo caso, en el cual las formas de participación no se ilegitiman aunque tampoco logran imponerse como modelo alternativo debido a la reacción de los sectores conservadores. El caso de Mozambique parece ser diferente. Por un lado, es verdad que las prácticas de participación en Mozambique tampoco se ilegitiman. Lo que el caso mozambiqueño presenta es la necesidad de una pluralización de la propia gramática política para que la pluralidad de la sociedad pueda ser asimilada por la democracia. Y tenemos finalmente el caso de Brasil, en el cual las formas de participación pueden formar parte de un proceso de cooptación, como parece ser el caso de la noción de público utilizada por asociaciones de filantropía empresarial, aunque representan, fundamentalmente, una innovación capaz de generar modelos contrahegemónicos de democracia, como expondremos en la próxima sección.

Las potencialidades de la participación

A la luz de los casos estudiados, Brasil y la India son los países en los cuales las potencialidades de la democracia participativa se manifiestan más claramente. Leonardo Avritzer muestra, en su texto sobre el presupuesto participativo, cómo la Asamblea Constituyente en Brasil aumentó la influencia de diversos actores sociales en las instituciones políticas a través de nuevos arreglos participativos.

El artículo 14 de la Constitución de 1988 garantizó la iniciativa popular como iniciadora de procesos legislativos. El artículo 29 sobre la organización de las ciudades requirió la participación de los representantes de asociaciones populares en el proceso de organización de las ciudades. Otros artículos requirieron la participación de las asociaciones civiles en la implementación de las políticas de salud y asistencia social.

Siendo así, la Constitución fue capaz de incorporar nuevos elementos culturales, surgidos de la sociedad, en la institucionalidad emergente, abriendo espacio a la práctica de la democracia participativa.

Santos y Avritzer muestran cómo, entre las diversas formas de participación que surgieron en el Brasil posautoritario, el presupuesto participativo adquirió preeminencia particular. Los autores muestran cómo, en el caso brasileño, la motivación por la participación es parte de una herencia común del proceso de democratización que llevó a actores sociales democráticos, especialmente aquellos oriundos del movimiento comunitario, a disputarse el significado del término participación. En el caso de la ciudad de Porto Alegre esa disputa se articula con la apertura de espacios reales de participación por la sociedad política, en particular por el Partido de los Trabajadores. Con eso, surgen formas efectivas de combinación entre elementos de la democracia participativa y de la representativa, a través de la intención de las administraciones del Partido de los Trabajadores de articular el mandato representativo con formas efectivas de deliberación en el nivel local.
El presupuesto participativo surge de esa intención que, de acuerdo con Santos, se manifiesta en tres de sus características principales: (1) participación abierta a todos los ciudadanos sin ningún status especial atribuido a cualquier organización, inclusive las comunitarias; (2) combinación de democracia directa y representativa, cuya dinámica institucional atribuye a los propios participantes la definición de las reglas internas; y (3) colocación de los recursos para inversiones basada en la combinación de criterios generales y técnicos, o sea, compatibilidad de las decisiones y reglas establecidas por los participantes con las exigencias técnicas y legales de la acción gubernamental, respetando también los límites financieros.13

Según Avritzer, esos principios generales se traducen en tres formas de institucionalidad participativa. En primer lugar, asambleas regionales en las cuales la participación es individual, abierta a todos los miembros de las comunidades y cuyas reglas de deliberación y de decisión son definidas por los propios participantes. En segundo lugar, un principio distributivo capaz de revertir desigualdades preexistentes con relación a la distribución de bienes públicos. En el caso del presupuesto participativo en Porto Alegre, y también en Belo Horizonte, existen principios distributivos que anteceden el propio proceso de deliberación, las así llamadas listas de carencias. En tercer lugar, hay un mecanismo de compatibilidad entre el proceso de participación y de deliberación y el poder público, proceso que abarca, en el caso de Porto Alegre, el funcionamiento de un consejo capaz de deliberar sobre el presupuesto y de negociar prioridades con la prefectura local.

Tenemos, por lo tanto, en el caso brasileño, una primera forma exitosa de combinación entre elementos de la democracia representativa y de la democracia participativa. Esa combinación se da en tres niveles: en el nivel local, los ciudadanos participan de un proceso de negociación y deliberación sobre prioridades en la distribución de bienes públicos. Ese proceso enuncia un elemento ya resaltado en nuestro texto, que es la necesidad de que la democracia se articule con una nueva gramática social. En el caso del presupuesto participativo, esa gramática tiene dos elementos: distribución justa de bienes públicos y negociación democrática del acceso a esos bienes entre los propios actores sociales. Las asambleas regionales, las listas de acceso previo a bienes públicos y el consejo del presupuesto participativo expresan esa dimensión que denominamos arriba procedimentalismo participativo, un proceso de participación ampliada que incluye un amplio debate público sobre las reglas de la participación, de la deliberación y de la distribución.

El presupuesto participativo muestra algunos de los potenciales de ampliación de la democracia participativa. En el caso de Porto Alegre la participación de la población creció prácticamente todos los años. En el caso de Belo Horizonte, a pesar de variar un poco más, también es creciente. También es importante resaltar que el presupuesto participativo ha ampliado significativamente su presencia en Brasil. Entre 1997 y 2000, hubo 140 gestiones municipales que adoptaron el presupuesto participativo, la gran mayoría (127) en ciudades de hasta 500 mil habitantes. En la mitad de los casos, 71, esas administraciones estaban ligadas al PT, mientras que la otra mitad no lo estaban (Grazia, 2001). La extensión del presupuesto participativo a todas las regiones de Brasil, además de otras propuestas políticas, muestra el potencial de extensión de experiencias exitosas de democracia participativa.

En el caso de la India son igualmente visibles los potenciales de la democracia participativa. Sheth muestra cómo, en caso de la India, las acciones políticas y de participación que se rearticulan a partir de finales de los años 60

existían como fragmentos de movimientos políticos y sociales que tuvieron sus orígenes en el movimiento por la liberación… Actuaron en espacios pequeños y estancados en la periferia de la política electoral y partidaria… Pero tres décadas después de la independencia nuevos espacios políticos y sociales se abrieron para ellos.

Sin embargo, Sheth destaca igualmente que estas formas de democracia participativa por no armonizar con el modelo de la democracia liberal, son consideradas, por las elites metropolitanas y por las clases medias, sospechosas y portadoras de valores negativos antidesarrollistas y antinacionales. De ahí que la articulación de las iniciativas de democracia participativa con la democracia representativa sólo ocurre en contextos políticos específicos, como por ejemplo, en Kerala, el caso estudiado por Heller e Isaac.

El desafío democrático en la India es muy complejo porque, además de las diferencias de clase, de sexo, de etnia, de religión y regionales, hay todavía que contar con las diferencias de casta. Se trata, pues, de un desafío que se sitúa en el campo de la así llamada democratización de la democracia. El sistema de castas fue reproducido en el interior del sistema político indio, insertando en él relaciones jerárquicas, así como profundas desigualdades materiales (Heller, 2000). Y Shet muestra cómo el propio proyecto de construir una democracia compartida por todas las castas y todos los grupos sociales, estableciendo una referencia simbólica común al conjunto de la población del país, fue, poco a poco, siendo subordinado a una agenda particularista de la sociedad política.

Dos formas principales de democratización del sistema político indio pueden ser señaladas actualmente. La primera es una forma de democracia local basada en la ruptura de la propia sociedad con una gramática de exclusión. Esa es la forma que la democratización asumió en la provincia de Kerala. Ahí, a diferencia de otras partes de la India, la infraestructura asociativa no reproduce el patrón dominante de organizaciones religiosas y de castas que reproducen una cultura de la desigualdad.

Kerala tiene los más altos niveles de sindicalización en el país y, a diferencia del patrón nacional, los sindicatos comprenden también a los trabajadores del sector informal… Kerala posee también una vasta gama de organizaciones femeninas, estudiantiles y de la juventud, patrocinadas por todos los partidos… Sólo las asociaciones de masa ligadas al CPM -afiliado al Partido Comunista de la India- tiene más de 4,7 millones de miembros. (Heller, 2000).

Tenemos aquí, por lo tanto, un primer caso de ruptura con formas restrictivas de democracia en el nivel local. Esa ruptura que, en el caso de Kerala, se da en primer lugar en la sociedad civil, a través de la constitución de una gramática asociativa, se amplió a la sociedad política a través del sistema de los Panchayats. Ese sistema fue introducido por el Frente Democrático de Izquierda en 1996 con el lanzamiento de la así llamada Campaña Popular por el Planeamiento Descentralizado. Esa campaña, actualmente en su quinto año, alcanzó un nivel enorme de transferencia de capacidad deliberativa a los Panchayats. “Los 1.214 gobiernos locales en Kerala -los municipales y los tres niveles rurales- pasaron a asumir nuevas funciones y poderes de decisión y adquirieron poderes de deliberación, en relación a 40% del presupuesto del estado para el desarrollo” (Heller e Isaac, 2002). La transferencia de la deliberación al nivel local implicó un proceso de cambio cualitativo de la participación y de la deliberación, pasando a abarcar convenciones en las áreas rurales (grama sabha) en las cuales participaron más de dos millones de personas y seminarios de colecta de información y planeamiento en los cuales participaron más de 300 mil delegados, además de agrupamientos de voluntarios en los que participaron más de 100 mil personas (Heller e Isaac, 2002). Podemos, por lo tanto, observar un enorme proceso de participación desencadenado por la transferencia del proceso de deliberación sobre el presupuesto en el nivel local.

Hay una segunda forma de profundización de la democracia india que nos muestra Sheth y está relacionada también con la movilización de la población local. Son movimientos locales para forzar al gobierno a actuar de manera más honesta y eficiente. La política de esos movimientos está basada en audiencias públicas y tribunales populares que tienen como objetivo crear descontentos políticos y sociales a los gobiernos locales. Sheth describe uno de los momentos más significativos de esos movimientos cuando, entre diciembre de 1994 y 1995, diversas audiencias públicas –Jan Sunvai– ocurren en diferentes estados y son acompañadas por periodistas. Esas audiencias llevan a una manifestación local de más de 40 días –dharna-, que lleva al gobierno a hacer públicas sus cuentas a través del Panchayat Raj.

Tanto en la India como en Brasil las experiencias más significativas de cambio en la forma de la democracia tienen su origen en movimientos sociales que cuestionan las prácticas sociales de exclusión a través de acciones que generan nuevas normas y nuevas formas de control del gobierno por los ciudadanos.

Es posible señalar algunas semejanzas y algunas diferencias entre las dos experiencias: en primer lugar, las dos experiencias surgen de un proceso de renovación de la sociedad. En el caso de Porto Alegre, como señala Avritzer, de una propuesta de participación en el presupuesto formulada en los años 80 por la UAMPA (Unión de Asociaciones de Moradores de Porto Alegre) y, en el caso de Kerala, como señalan Heller e Isaac, por intermedio de experiencias de participación locales conducidas por organizaciones de la sociedad civil, en particular por la Kerala Sastra Sahitya Parishad (Heller e Isaac, 2002). En segundo lugar, en los casos, fue necesario que un movimiento político partidario tomase la decisión política de desistir de prerrogativas de decisión en favor de las formas de participación. En Porto Alegre, el partido de los trabajadores desempeñó ese papel, y, en Kerala, el Partido Comunista de la India. En tercer lugar, en ambos casos la propuesta de participación abarcó un proceso de elaboración de reglas complejas de participación, como muestra Santos para el caso de Porto Alegre y Heller e Isaac para el caso de Kerala. Es importante resaltar que esas reglas que, en el caso de Porto Alegre, predeterminan el carácter distributivo del presupuesto participativo (PP) y establecen incentivos a la participación de la población de bajos ingresos14 y, en el caso de Kerala, hacen públicos los criterios de beneficios y prioridades15 , serán fundamentales para el éxito de la forma de participación. Los dos casos que podemos indicar como exitosos presentan dos características extremadamente importantes: surgen de cambios en prácticas sociales introducidas por los propios actores sociales; en segundo lugar, rescatan tradiciones democráticas locales al principio ignoradas por las formas de democracia representativa hegemónicas en esos países. Porto Alegre, en el caso de Brasil, y Kerala, en el caso de la India, expresan un intento de extensión de la democracia basada en potenciales de la propia cultura local.

Podemos también señalar algunos contrastes importantes entre los dos casos. En primer lugar, a pesar de la importancia del Partido de los Trabajadores en la experiencia del presupuesto participativo, existe un control reducido del proceso por parte del PT, con una baja afiliación partidaria de los participantes del PP. El control del Partido Comunista de la India sobre el proceso parece ser mayor, lo que lo hace dependiente de una coalición política inestable en un estado con una fuerte minoría islámica. En segundo lugar, existe una diferencia importante en la forma de transferencia de prerrogativas sobre el presupuesto: el PP en Porto Alegre y en Belo Horizonte descentraliza y democratiza sólo el proceso de deliberación, manteniendo en manos de la prefectura el proceso de implementación administrativa de las decisiones. En ese caso, él incentiva el control de la administración pública por el Consejo del PP en Porto Alegre y por el Comforças en Belo Horizonte (Avritzer, 2002), creando, así, un mecanismo de control de la administración relativamente invulnerable a procesos de corrupción, dado el exceso de mecanismos públicos y formas de control. En el caso de la India, los recursos son transferidos a los propios comités, dando margen a acusaciones de corrupción, como señalan Heller e Isaac. Por fin, todo indica, en el caso de Brasil, que el PP fortalece electoralmente a aquellos que lo practican, a tal punto, que otros partidos quieren implantarlo, al paso que la continuidad de la experiencia india fue cuestionada por la derrota electoral del frente de izquierda en el último año.

Así, los casos aquí citados ponen a la práctica democrática contemporánea no sólo como es inclusivo el debate entre representación y participación de la forma como sustentan las teorías hegemónicas de la democracia, sino la necesidad de una nueva formulación con relación a la combinación entre esas diferentes formas de democracia.

Conclusión

Los estudios incluidos en este volumen suscitan más cuestiones que dan respuestas. En eso permanecen fieles al objetivo central del proyecto, A reinvenção da emancipação social (La reinvención de la emancipación social), en el ámbito del cual fueron realizados. Este proyecto se propuso diseñar nuevos horizontes de emancipación social, o mejor, de emancipaciones sociales a partir de prácticas que ocurren en contextos específicos para dar respuesta a problemas concretos. Por lo tanto, no es posible sacar de ellas soluciones universales, válidas en cualquier contexto. Cuando mucho, tales prácticas están alentadas por aspiraciones emancipadoras amplias a las cuales tratan de dar realización parcial y limitada.

Entre realización y la aspiración está la imaginación de lo posible más allá de lo real existente. Esa imaginación está hecha de las preguntas que constituyen el diseño de los horizontes emancipadores. No se trata, pues, de cualesquiera preguntas, sino de preguntas que resultan del exceso de las aspiraciones con relación a realizaciones de prácticas concretas. En el caso específico del tema del proyecto analizado en este volumen, la democracia participativa, los horizontes son las preguntas que interpelan la posibilidad de ampliar el canon democrático. A través de esa posible ampliación, el canon hegemónico de la democracia liberal es impugnado en su pretensión de universalidad y exclusividad, abriéndose, así, espacio para dar crédito a concepciones y prácticas democráticas contrahegemónicas. Mencionamos en seguida las cuestiones y las respuestas que es posible dar a algunas de ellas.

1. La pérdida de la demodiversidad. La comparación entre los estudios y debates sobre la democracia en los años 60 y en la última década nos lleva fácilmente a la conclusión de que en el nivel global se perdió demodiversidad en los últimos treinta años. Por demodiversidad entendemos la coexistencia pacífica o conflictiva de diferentes modelos y prácticas democráticas. En los años 60, si, por una parte, el modelo hegemónico de democracia, la democracia liberal, parecía destinado a quedar confinado, como práctica democrática, a un pequeño rincón del mundo, por otra parte, fuera de la Europa occidental y de América del Norte existían otras práctica políticas que reivindicaban el status democrático y lo hacían a la luz de criterios autónomos y distintos de los que subyacían en la democracia liberal. Sin embargo, a medida que esas prácticas políticas alternativas fueron perdiendo fuerza y credibilidad, se fue imponiendo el modelo de democracia liberal como modelo único y universal, y su consagración fue consumada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional al transformarlo en condición política para la concesión de empréstitos y ayuda financiera.

La conversión del modelo liberal en modelo único y universal implica, a nuestra manera de ver, una pérdida de demodiversidad. La negatividad de esa pérdida reside en dos factores. El primero se refiere a la justificación de la democracia. Si, como creemos, la democracia tiene un valor intrínseco y no una mera utilidad instrumental, ese valor no puede sin más asumirse como universal. Está inscrito en una constelación cultural específica, la de la modernidad occidental, y esa constelación, por coexistir con otras en un mundo que ahora se reconoce como multicultural, no puede, sin más, reivindicar la universalidad de sus valores. Hoy sabemos que, si esa reivindicación se niega a dar las razones que la sustentan y a dialogar con otras que eventualmente la cuestionan, sólo se impondrá por fuerza de las circunstancias extrañas a ella y que, como tal, la transforman en una reivindicación imperial. Y esta tentación imperial está tanto más presente cuanto es visible la fuerza avasalladora de la globalización neoliberal y de las instituciones que, en su nombre, imponen globalmente la adopción de la democracia liberal. No tiene sentido postular la universalidad de los valores que sustentan la democracia en la base de que no hay nada en otras culturas que se les oponga, como hace Amartya Sen (1999). Tal convergencia no puede ser postulada como punto de partida. Ha de ser, cuando mucho, el punto de llegada de un diálogo intercultural en donde las otras culturas puedan presentar no sólo aquello a que no se oponen, sino, sobre todo, aquello que proponen autónomamente.

Somos adeptos de tal diálogo cultural y creemos que es enriquecedor para todos los que participan en él. Las convergencias, que resultan casi siempre en formas de hibridación cultural, han de ser logradas en la práctica de la argumentación y en la argumentación de la práctica. En lo que se refiere a las prácticas analizadas en este volumen, vemos aflorar esa hibridación sobre todo en los estudios de caso de la India, aunque también está presente, de un modo o de otro, en los estudios de caso de Mozambique, Brasil, África del Sur y Colombia.

La pérdida de la demodiversidad es negativa por un segundo factor que, aunque autónomo con relación al primero, está relacionado con él. Se trata de la distinción entre democracia como ideal y democracia como práctica. Esta distinción es central al modelo hegemónico de democracia y fue introducida en el debate para justificar la baja intensidad democrática de los regímenes políticos instituidos cuando fueron comparados con los ideales democráticos revolucionarios de finales del siglo XVIII y de mediados del siglo XIX. La imposición universal del modelo liberal lleva al extremo esta distinción y en ella la democracia realmente existente es frecuentemente tan distinta del ideal democrático que no parece ser más que una caricatura de él. Además, esa distancia a veces no es menor en los países centrales de lo que en los países periféricos, a pesar de las apariencias en contrario. Es esa distancia la que lleva a Wallerstein a responder a la cuestión sobre qué pensar respecto a la democracia como realización con la respuesta que Gandhi dio cuando le preguntaron qué pensaba de la civilización occidental: “sería una buena idea” (2001: 10).

En este volumen quedan descritas y analizadas prácticas y aspiraciones democráticas que, en los diferentes países integrados en este proyecto, tratan de llevar con seriedad la aspiración democrática, negándose a aceptar, como democráticas, prácticas que son la caricatura de la democracia y, sobre todo, rechazando aceptar como fatalidad la baja intensidad democrática a la que el modelo hegemónico sujetó la participación de los ciudadanos en la vida política. De manera muy distinta, esas prácticas buscan intensificar y profundizar la democracia, ya reivindicando la legitimidad de la democracia participativa, ya presionando a las instituciones de la democracia representativa en el sentido de hacerlas más inclusivas, ya incluso, buscando formas de complementariedad más sólidas entre la democracia participativa y la democracia representativa.

Lo local y lo global. Destacamos en el texto que el modelo hegemónico de democracia ha sido hostil a la participación activa de los ciudadanos en la vida política y, cuando la han aceptado, la han confinado al nivel local. Se trata de la conocida cuestión de las escalas. Más adelante volveremos al asunto en esta conclusión, mostrando la respuesta contrahegemónica a esta cuestión, con base en la cual es posible construir complementariedades sólidas entre democracia participativa y democracia representativa y, por lo tanto, entre escalas locales y escalas nacionales.

2.
En este momento, queremos hablar sobre las posibles articulaciones transnacionales entre diferentes experiencias locales de democracia participativa o entre esas experiencias locales y movimientos u organizaciones transnacionales interesados en la promoción de la democracia participativa. La globalización contrahegemónica pasa, en este campo, por esas articulaciones. Son ellas las que permiten crear lo local contrahegemónico, lo local que es el otro lado de lo global contrahegemónico. Esas articulaciones dan credibilidad y fortalecen las prácticas locales por el simple hecho de que las transforman en eslabones de redes y movimientos más amplios y con mayor capacidad transformadora. Por otro lado, tales articulaciones hacen posible el aprendizaje recíproco y continuo, lo que, a nuestro entender, es un requisito esencial para el éxito de las prácticas democráticas animadas por la posibilidad de la democracia de alta intensidad. Como nuestra opción en este proyecto fue analizar experiencias locales de profundización democrática, la articulación entre lo local y lo global surge en estas conclusiones como una cuestión a la que no podemos responder por ahora, pero que nos parece fundamental responder en el futuro. Aun así, algunos de los casos analizados dan información, por lo menos implícitamente, de esa articulación. En el caso de la comunidad de paz de San José de Apartadó, esa articulación es explícita. Uribe muestra la importancia de la red de solidaridad transnacional en el sentido de hacer visible, tanto nacional como internacionalmente, la lucha por la paz de esta comunidad colombiana. Por otro lado, aunque ese no haya sido nuestro objetivo analítico, sabemos que las experiencias del presupuesto participativo han surgido en varias ciudades de Brasil y de otros países de América Latina, que las experiencias más recientes han ganado con la experiencia de las más antiguas y que hay incluso redes de ciudades, especialmente en ámbito de las ciudades del Mercosur, con el objetivo de discutir en común las diferentes experiencias y modelos de democracia participativa, sus límites y sus potenciales. La fuerza de la globalización contrahegemónica en el dominio de la ampliación y de la profundización de la democracia depende en buena medida de la ampliación y profundización de redes nacionales, regionales, continentales o globales de prácticas locales.

Los peligros de la perversión y de la cooptación. Vimos cómo las aspiraciones revolucionarias de participación democrática en el siglo XIX fueron reduciéndose, en el transcurso del siglo XX, a formas de democracia de baja intensidad. Con eso, los objetivos de inclusión social y de reconocimiento de las diferencias fueron siendo pervertidos y convertidos en su contrario. Al peligro de perversión y de descaracterización no están, de modo alguno, inmunes las prácticas de democracia participativa. También ellas, que plantean ampliar el canon político y, con eso, ampliar el espacio público y los debates y demandas sociales que lo constituyen, pueden ser cooptadas por intereses y actores hegemónicos para, con base en ellas, legitimar la exclusión social y la represión de la diferencia. Los textos de Paoli y de Guerra dan información de ese peligro.

3.
Pero la perversión puede ocurrir por muchas otras vías: por la burocratización de la participación, por la reintroducción de clientelismo bajo nuevas formas, por la instrumentalización partidaria, por la exclusión de intereses subordinados a través del silenciamiento o de la manipulación de las instituciones participativas. Estos peligros sólo pueden evitarse por intermedio del aprendizaje y de la reflexión constantes para extraer incentivos para nuevas profundizaciones democráticas. En el dominio de la democracia participativa, más que en cualquier otro, la democracia es un principio sin fin y las tareas de democratización sólo se sustentan cuando ellas mismas son definidas por procesos democráticos cada vez más exigentes.

4. Democracia participativa y democracia representativa. Esta es tal vez la cuestión a la que los estudios reunidos en este volumen dan más respuestas y, por eso, le dedicamos más espacio. La solución dada por la teoría hegemónica de la democracia al problema de la relación entre democracia representativa y democracia participativa -la solución de las escalas- no es una solución adecuada porque deja sin tocar el problema de las gramáticas sociales, y ofrece una respuesta simplista, exclusivamente geográfica, al problema de la combinación entre participación y representación.

Las experiencias estudiadas en este proyecto ofrecen una respuesta alternativa al problema democrático. Muestran que la capacidad de lidiar con la complejidad cultural y administrativa no aumenta con el aumento de las escalas. Y muestran, sobre todo, que existe un proceso de pluralización cultural y de reconocimiento de nuevas identidades16 que tiene como consecuencia profundas redefiniciones de la práctica democrática, redefiniciones que están más allá del proceso de agregación propio de la democracia representativa.

A nuestro ver existen dos formas posibles de combinación entre democracia participativa y democracia representativa: coexistencia y complementariedad. Coexistencia implica una convivencia, en niveles diversos, de las diferentes formas de procedimentalismo, organización administrativa y variación de diseño institucional. La democracia representativa en el nivel nacional (dominio exclusivo en el nivel de la constitución de gobiernos; la aceptación de la forma vertical burocrática como forma exclusiva de la administración pública) coexiste con la democracia participativa en el nivel local, acentuando determinadas características participativas ya existentes en algunas democracias de los países centrales (Mansbridge, 1990).

La segunda forma de combinación, la que llamamos complementariedad, implica una articulación más profunda entre democracia representativa y democracia participativa. Presupone el reconocimiento por el gobierno de que el procedimentalismo participativo, las formas públicas de monitoreo de los gobiernos y los procesos de deliberación pública pueden sustituir parte del proceso de representación y deliberación tales como los concebidos en el modelo hegemónico de democracia. Al contrario de lo que pretende este modelo, el objetivo es asociar al proceso de fortalecimiento de la democracia local formas de renovación cultural ligadas a una nueva institucionalidad política que vuelve a colocar en la pauta democrática las cuestiones de la pluralidad cultural y de la necesidad de la inclusión social. Tanto en el caso de Brasil como en el caso de la India, los arreglos participativos permiten la articulación entre argumentación y justicia distributiva y la transferencia de prerrogativas del nivel nacional al nivel local y de la sociedad política a los propios arreglos participativos. La democracia representativa está convocada a integrar en el debate político electoral propuestas de reconocimiento cultural y de inclusión social.

La concepción de complementariedad es diferente de la de coexistencia, porque, como vimos en los casos de Brasil y de la India, implica una decisión de la sociedad política de ampliar la participación en el nivel local a través de la transferencia o devolución a formas participativas de deliberación de prerrogativas decisivas al principio detenidas por los gobernantes. Así, ya sea en el caso del presupuesto participativo en Brasil o de los Panchayats en la India, las asambleas regionales o la decisión por los consejeros discurre de una opción hecha por la sociedad política de articular participación y representación.

Parece evidente que la primera forma de articulación entre democracia participativa y democracia representativa, la coexistencia, prevalece en los países centrales, mientras la segunda, la complementariedad, empieza a surgir en los países semiperiféricos y periféricos. Si así fuera, es posible concluir que la profundización de la democracia no ocurre necesariamente a partir de las mismas características presentes en los países centrales donde la democracia fue primero introducida y consolidada. Las características que permitieron la originalidad democrática pueden no ser necesariamente las mismas características que permiten su reproducción ampliada y profundizada. Por eso, el problema de la innovación cultural y del experimentalismo institucional es incluso más apremiante. Las nuevas democracias deben, si tal perspectiva es correcta, transformarse en novísimos movimientos sociales, en el sentido de que el estado debe transformarse en un local de experimentación distributiva y cultural. Es en la originalidad de las nuevas formas de experimentación institucional que pueden estar los potenciales emancipadores todavía presentes en las sociedades contemporáneas. Esos potenciales, para ser realizados, necesitan estar en relación con una sociedad que acepte renegociar las reglas de su sociabilidad creyendo que la grandeza social reside en la capacidad de inventar, y no de imitar.

Tesis para el fortalecimiento de la democracia participativa

Pretendemos concluir esta introducción con tres tesis para el fortalecimiento de la democracia participativa.

1ª. tesis: Por el fortalecimiento de la demodiversidad. Esta tesis implica reconocer que no existe ningún motivo para que la democracia asuma una sola forma. Por el contrario, el multiculturalismo y las experiencias recientes de participación señalan en el sentido de la deliberación pública ampliada y del engrosamiento de la participación. El primer elemento importante de la democracia participativa seria la profundización de los casos en los cuales el sistema político desiste de prerrogativas de decisión en favor de instancias participativas.

2ª. tesis: Fortalecimiento de la articulación contrahegemónica entre lo local y lo global. Nuevas experiencias democráticas necesitan del apoyo de actores democráticos transnacionales en los casos en los que la democracia es débil, como quedó patente en el caso colombiano. Al mismo tiempo, experiencias alternativas exitosas como la de Porto Alegre y la de los Panchayats en la India necesitan ser expandidas para que se presenten como alternativas al modelo hegemónico. Por lo tanto, el pasaje de lo contrahegemonico del plano local al global es fundamental para el fortalecimiento de la democracia participativa.

3ª. tesis: Ampliación del experimentalismo democrático. Fue posible observar en el texto de arriba que las nuevas experiencias exitosas se originaron de nuevas gramáticas sociales en las cuales el formato de la participación fue adquiriéndose experimentalmente. Es necesario para la pluralización cultural, racial y distributiva de la democracia que se multipliquen experimentos en todas esas direcciones.

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Este debate se iniciara en el siglo XIX pues hasta entonces y por muchos siglos la democracia había sido considerada consensualmente peligrosa y, por eso, indeseable. Su peligro consistía en atribuir el poder de gobernar a quien estaría en peores condiciones para hacerlo: la gran masa de la población, iletrada, ignorante y social y políticamente inferior (Williams, 1976: 82; McPherson, 1972).

Este debate, como por lo demás casi todos los otros sobre la democracia, había sido anticipado por Rousseau cuando afirmaba en el contrato social que sólo podría ser democrática la sociedad donde no hubiese nadie tan pobre que tuviese necesidad de venderse y nadie tan rico que pudiese comprar a alguien.

Santos, 2002

Entendemos el concepto de hegemonía como la capacidad económica, política, moral e intelectual de establecer una dirección dominante en la forma de abordaje de una determinada cuestión, en este caso, la cuestión de la democracia. Entendemos, también, que todo proceso hegemónico produce un proceso contrahegemónico en el interior del cual son elaboradas formas económicas, políticas y morales alternativas. En el caso del debate actual sobre la democracia eso implica una concepción hegemónica y una concepción contrahegemónica de democracia. Para el concepto de hegemonía vide Gramsci (1973).

La doctrina schumpeteriana de la democracia adopta integralmente el argumento de la manipulación de los individuos en las sociedades de masa. Para Schumpeter, en la política los individuos ceden a impulsos irracionales y extra racionales y actúan de manera casi infantil al tomar decisiones (Schumpeter, 1942: 257). Schumpeter jamás buscó diferenciar grandes movilizaciones de masas de formas de acción colectiva convirtiendo su argumento sobre la generalidad de la manipulación de masas en una política extremadamente frágil. Para una crítica, vide Melucci, 1996; Avritzer, 1996. La vulnerabilidad del argumento schumpeteriano no impidió que fuera ampliamente utilizado por las concepciones hegemónicas de la democracia.

Bobbio analiza, de manera diferente a Schumpeter, los motivos por los cuales la participación de los individuos en la política se tornó indeseable. Para él, el elemento central que inhibiría la participación es el aumento de la complejidad social en las democracias contemporáneas. (Vide Bobbio, 1986). El argumento de la complejidad, así como sus limitaciones, será discutido más adelante.

Es posible, sin embargo, observar que la explicación sobre la cuestión del consenso por la teoría hegemónica de la democracia deja que desear (Manin, 1997). Para la teoría hegemónica el problema del consenso adquiere relevancia sólo en el acto de constitución de gobiernos. Sin embargo, el acto de constitución de gobiernos es un acto de agregación de mayorías, y difícilmente lleva a consensos en relación a las cuestiones de la identidad y de la rendición de cuentas de los gobernantes. Por lo tanto, si la explicación al abandono del sistema de alternancia de posiciones administrativas parece ser correcta, de manera alguna conduce al reconocimiento de la superioridad de las formas de representación en relación a las formas de participación. Apenas apunta a la necesidad de un fundamento diferente para la participación, en este caso, el consenso en relación a las reglas de la participación.

Entre los autores del campo hegemónico, Adam Przeworski fue el que más destacó el problema de la indeterminación de resultados en la democracia. Para él, "la democratización es el proceso de someter todos los intereses a la competición de la inseguridad de quien ocupará posiciones de poder en una situación de democratización y si ese resultado podrá ser revertido o no. El concepto de democracia con el cual trabajamos aquí implica un nivel superior de indeterminación, en la medida en que implica la posibilidad de la invención de una nueva gramática democrática.

La posición de Habermas, sin embargo, tiende a concentrarse en una propuesta de democracia para ciertos grupos sociales y para los países del Norte. Criticado por las limitaciones de su concepción de público (Fraser, 1995; Santos, 1995: 512; Avritzer, 2002), Habermas parece haber hecho un esfuerzo apenas en el sentido de la integración de actores sociales de los países del Norte. Vide Habermas, 1992.

Para algunos autores, esta prioridad está inscrita en la propia matriz del paradigma de la modernidad occidental, con énfasis en la idea de progreso basado en el crecimiento económico infinito. Y, por eso, se dio, aunque de maneras distintas, tanto en las sociedades capitalistas como en las sociedades socialistas del este europeo (Marramao, 1995).

Sobre esta cuestión, vide también Sader, en el presente volumen de esta colección.

Sobre esta cuestión, vide también Sader, 2002.

Sobre esta cuestión, vide también Sader, 2002.

Vide Santos, en el presente volumen de esta colección.

Vide Heller e Isaac, en el presente volumen de esta colección.

El tema de las identidades y del principio del reconocimiento de la diferencia es tratado con detalle en el tercer volumen de esta colección.

Published 3 November 2003
Original in English
Translated by Fondo de Cultura Económica

Contributed by Revista Crítica de Ciências Sociais © Boaventura de Sousa Santos, Leonardo Avritzer Eurozine

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